lunes, 13 de octubre de 2014

In-fundamentos positivistas del DerHecho (Del Espíritu y la Letra del Derecho, IV)

Un par de ejemplos o recordatorios más de la aporía esencial del Derecho (en cuanto código establecido y pretendidamente suficiente), esta vez en su versión positivista, antes de que ofrezcamos nuestra propia tesis:

I

En su artículo “¿Por qué obedecer al Derecho?” (en ¿Qué es Justicia?, Planeta-De Agostini,
Barcelona,1993), Hans Kelsen empieza advirtiendo, paradójicamente, que no se trate de preguntarse por qué el Derecho positivo (el único que existe, según él) es válido (“es decir”, tiene “fuerza” obligante), ya que –afirma- la teoría del Derecho positivo (la única, a su juicio, científica y admisible) presupone que es válido. El Derecho positivo es válido por sí mismo, “por definición” podríamos decir. Toda lo que cabe preguntarse, entonces, es por qué se considera que la validez subjetiva que tienen “los actos que crean normas”, es también validez objetiva: ¿por qué no encontramos objetivamente válida la orden de un ladrón, y sí la del legislador o el gobernante? Como se ve, el problema sigue siendo cómo distinguir al Estado de la Mafia, o, más bien, de explicar cómo es que, de “hecho” (pero es precisamente el hecho de un derecho, es decir, el factum de un ius, lo que es, tomado literalmente, una contradicción en los términos), el Estado no es la Mafia suprema. Kelsen fracasa en su intento de salvar la validez objetiva del Derecho (si es que se debe decir que lo intenta). Eso sí, fracasa con toda felicidad.

Fijémonos, desde el principio, en la radical ambigüedad de su mismo planteamiento. Todo el Derecho que existe es el Derecho Positivo, es decir, la Letra (sea escrita o en su equivalente consuetudinario) establecida por la autoridad, y la Validez se define como la fuerza que obliga. Pero ¿qué positividad y qué fuerza son estas? Empezando por lo segundo, esa fuerza no es, no puede (no puede poder) ser, la fuerza física de obligar materialmente a “hacer” lo que dice la Letra, pues en ese caso, la diferencia entre la ley y el ladrón sería la que escuchamos al cínico pirata Diomedes ante Alejandro:

Y allí el gran rey le preguntó:
- ¿Por qué te empeñas en robar?                   
El otro entonces contestó:
- ¿Ladrón me vienes a llamar
porque a surcar salgo la mar
en un barcucho sin primor?
Si me pudiese, cual tú, armar,
también yo fuera emperador.
                              (F. Villon, El testamento, 18 –traducción mía, sin publicar-)

Lo que es más fundamental: el concepto de validez se reduciría al hecho psicológico (subjetivo, irremediablemente subjetivo) del miedo. Y ¿qué valor normativo objetivo puede tener un hecho psicológico, por sobre otro? El Derecho positivo, por su parte, no puede ser cualquier ley que uno escribe o establece, y para imponer la cual cuenta uno con herramientas coercitivas suficiente: eso no tiene más fuerza jurídica que la fuerza física. Entonces, ¿de dónde procede esa “fuerza”-normativa (force de loi) que da valor objetivo al derecho establecido? ¿Cómo puede proceder meramente de un verdadero factum, es decir, de un hecho, no en sentido traslaticio (como el “hecho de la razón” de Kant) sino literal?

Antes de dar su no-respuesta, Kelsen se entrega a rechazar las otras: el isunaturalismo y la tesis del origen divino del Derecho. Según el iusnaturalismo, debemos obedecer al Derecho positivo porque (o “si”, o “en la medida en que”) concuerda, se deduce o emana de un cierto derecho natural o de una moral objetiva, cuya validez sería inmanente a la naturaleza de las cosas, es decir, directamente observable en la naturaleza de las cosas. Pero Kelsen objeta (confusamente):
“(…) es imposible deducir, de la naturaleza, normas que regulen la naturaleza humana. Las normas expresan una voluntad, y la naturaleza carece de ella. La naturaleza es un sistema de hechos relacionados entre sí por el principio de causalidad. Pensar que la naturaleza es una autoridad normativa –es decir, un ser sobrehumano dotado de la voluntad de crear normas- constituye una superstición animista o bien resulta de una interpretación teológica de la naturaleza como manifestación de la voluntad de Dios” (¿Qué es la Justicia?, p. 185)

Ahora bien, este argumento no es válido, porque, aun suponiendo que las normas expresen “una voluntad” (lo que no deja, seguramente, de ser una interpretación animista de las leyes, pues lo que estas son objetivamente es meras prescripciones de acción -¿quién es y para qué serviría el sujeto de esa presunta voluntad?-), ello no implica que aquello de donde se deduce o en que se funda esa presunta voluntad que emite normas, deba ser otra voluntad. El Derecho natural se puede interpretar, perfecta y asépticamente, como la tesis ontológica de que las cosas, por sus características naturales “o” esenciales, tienen asociados (les supervienen) valores objetivos, y la ley debe prescribir conductas que respeten esos valores. Eso, la objetividad de los valores, es lo que realmente quiere rechazar Kelsen mediante su confusa apelación a la presencia o no de una voluntad en la naturaleza de las cosas. Pero -hay que responder- el hecho de que el valor de una cosa no sea una propiedad “natural” en el sentido naturalista y cientificista, no implica que tampoco sea una propiedad objetiva. Para rechazar el objetivismo moral (axiológico en general) hay que probar la verdad filosófica del naturalismo, es decir, hay que reducir a naturaleza física todo lo axiológico, con sus rasgos de necesidad y universalidad. Y esto, por supuesto, no se ha hecho.

Pero es que, de hecho, el propio positivismo tiene que incurrir en alguna forma de naturalismo moral y/o jurídico, puesto que va a pretender asociar, de manera no arbitraria, la validez de la norma, a un hecho natural-objetivo: algunos hechos empíricos (tales como ciertos códigos e “instituciones” sociales) producirían, mágicamente, validez objetiva. Y esa asociación o relación no puede ser “causal” (en el sentido que lo usa Kelsen, es decir, de las ciencias naturales), sino una asociación entre un hecho y una validez jurídica objetiva (no psicológica). Porque, ¿qué obligatoriedad se deduce del Derecho positivo, es decir, del hecho de una ley (o “voluntad”) esté escrita o establecida, y tenga fuerza física para obligar? Es decir, ¿está en mejores condiciones el iuspositivismo que el iusnaturalismo para deducir la validez a partir del hecho positivo de que haya un código y un cuerpo de fuerza organizada? En realidad, el Derecho positivo es un derecho natural, en el sentido básico (e insuficiente) de que apela a un hecho material o natural, a partir del cual se pretende inferir una validez normativa, lo que no puede más que fracasar. Al menos el Derecho natural tiene a su favor que la “natura” de la que habla es la esencia de las cosas, la cual tiene ya en sí misma un carácter normativo, al menos en el sentido teórico, y es más fácil asociar con ella, sintética pero necesariamente, una “fuerza” axiológica de necesidad y universalidad.

La otra argumentación de Kelsen contra el derecho natural es que este solo puede tener dos consecuencias, ambas inaceptables: o bien todo derecho positivo es válido (si se identifica el presunto derecho natural con los derechos positivamente existentes) o bien no lo es ninguno (si se los distingue). Esto es una falacia. El Derecho positivo, desde un punto de vista iusnaturalista, puede ser más o menos adecuado, según se atenga más o menos a lo que consideremos derecho natural. Que haya diversidad de pareceres sobre qué contiene el derecho natural, no es peor situación que el hecho de que haya diferentes códigos positivos contradictorios entre sí, o diferentes facciones políticas pugnando por ser las representantes de la legalidad legítima. No se elimina la divergencia acerca de lo justo, ni se cobra validez, estableciendo uno de entre ellos de manera arbitraria. Al contrario, solo el iusnaturalismo puede explicar que sea razonable una pugna acerca de si el derecho establecido es legítimo. Curiosamente, el derecho positivo coincide en esto con el derecho divino, que es un derecho positivo: no tolera discusión o crítica de legitimidad. Es verdad que Dios es un soberano inmaterial y, por tanto, desde el punto de vista científico, inutilizable (aunque tiene a su favor la infalibilidad e irresistibilidad). Pero el soberano material del positivismo carga con toda la arbitrariedad de Dios para fundar el Derecho, aunque no cuenta con su sacralidad.

La pretensión de fundar la validez del Derecho en algún hecho positivo, es análoga a la pretensión de naturalizar (o psciologizar) la validez teorética. Si negamos la existencia de, por ejemplo, Objetos Matemáticos, o de Criterios Epistemológicos ideales, porque no serían objetos naturales, seremos incapaces de justificar la validez universal y necesaria de la Matemática o de la Ciencia en general. La validez de la Matemática es independiente de y anterior a los escritos de los matemáticos, y la pretensión de reducir la validez jurídica a ciertos códigos positivos es tan absurda como la pretensión de reducir la validez de un teorema a los libros o artículos en los que se expresó. Al contrario, lo mismo que estos escritos son juzgados como correctos o incorrectos a partir de la validez de lo matemático en sí, lo mismo ocurre con los códigos de derecho.

Pero ¿cómo puede entonces contestar Kelsen a la pregunta de por qué debo considerar como objetivamente válido y, en consecuencia, obedecer el derecho positivo o “establecido”? La respuesta es, a mi juicio, sorprendentemente insatisfactoria, casi diría “esperpéntica”:
“Debe suponerse que el Derecho positivo constituye ya un orden supremo, soberano (…) En último término debemos obedecer las decisiones de un juez o un órgano administrativo, porque debemos obedecer la constitución. Si nos preguntamos por qué debemos obedecer las normas de una constitución vigentes, es posible que tengamos que remontarnos a una constitución más antigua  que ha sido sustituida de modo constitucional por la presente constitución. Y remontándonos en el tiempo llegamos por fin a la primera constitución de la historia. La respuesta que dará la ciencia del Derecho positivo a la pregunta de por qué debemos cumplir sus requisitos es la siguiente: debemos presuponer como hipótesis la norma según la cual debemos cumplir los requisitos de la primera constitución de la Historia”. (ibid. p. 189)

Esa primera constitución de la Historia, que es nuestra “hipótesis”, ¡no es ya una norma positiva!, aunque tampoco es mera imaginación (¿ficción?), ya que está “en relación” con hechos objetivamente verificables, o sea, las actuales constituciones, explicándolos. Es una hipótesis –dice Kelsen- “que puede ser aceptada o no”. Creo que esto no merece apenas comentario: un hecho histórico del pasado, meramente “hipotético” pero inverificable por principio (lo que prueba que no es ningún hecho ni le corresponde ninguna hipótesis científica, tal como el Acto del Contrato, en Kant, no era ningún acto fenoménico) sería el fundamento de la validez de los demás códigos. Magia en estado puro: el fundamento místico (y mítico) de la Ley.

También en Kelsen, desde luego (como en todo positivismo), el fundamento de la Justicia es irracional, pragmatista, voluntarista “o” (en su confuso lenguaje psicológico, pobremente humeano) emocional, según defiende en el artículo “¿Qué es la Justicia?” (contenido en el mismo libro citado, y al que da título). Por eso, tampoco podría ser universal ni necesario, lo que nos deja en manos del relativismo. Pero Kelsen encuentra algo de muy heroico en el relativismo: “impone al individuo, dice, la ardua tarea de decidir por sí solo qué es bueno y qué es malo. Evidentemente, esto supone una responsabilidad muy seria, la mayor que un hombre puede asumir” (p. 59) Ahora bien, ¿qué puede tener de arduo decidir qué es bueno o malo, si no hay nada a lo que haya que atenerse, pues basta con un solo acto indeterminable de la voluntad “o” en seguir las emociones? Y ¿qué responsabilidad emanará de ahí y ante quién?

Pocas líneas después, Kelsen afirma que del relativismo se sigue la tolerancia. Esto es una nueva falacia evidente: ¿por qué se sigue más la tolerancia que su contrario? Mussolini era relativista y positivista. La tolerancia solo se seguiría solamente del hecho de que cosas como la paz o la libre opinión fuesen considerados valores objetivos. Del relativismo solo se sigue lo que a cada uno le “parezca”: la tolerancia o la máxima intolerancia. Más bien, no se sigue nada de nada, porque se sigue cualquier cosa.

El famoso artículo termina con la enternecedora declaración de los gustos personales de Kelsen, gustos -hay que suponer-, elegidos ardua y responsablemente, y que, por casualidad, coinciden con lo que a Kelsen le ha tocado vivir, pero que solo cabe publicitar emotiva o simpatéticamente: 
“Verdaderamente, no sé ni puedo afirmar qué es la Justicia, la Justicia absoluta que la humanidad ansía alcanzar [sin embargo, ¡sabe que ciertos código legales gozan de validez!]. Solo puedo estar de acuerdo en que existe una Justicia relativa y puedo afirmar qué es la Justicia para mí. Dado que la Ciencia es mi profesión y, por tanto, lo más importante en mi vida, la Justicia, para mí, se da en aquel orden social bajo cuya protección puede progresar la búsqueda de la verdad. Mi Justicia, en definitiva, es la de la libertad, la de la paz; la Justicia de la democracia, de la tolerancia” (ibid. p. 63).

Imaginemos a un general nazi haciendo su paralela declaración de fe jurídica (sustituyamos “Ciencia” por “purificación de la humanidad”, etc.).

En resumen: ¿por qué debo obedecer el derecho establecido? Porque sí, porque una voluntad muy antigua así lo “estableció” irracional y emocionalmente, aunque bien podría haberse establecido cualquier otra, ya que la idea de Justicia es relativa, irracional y meramente emotiva. Esta sería la respuesta más “científica”, según una filosofía cientificista que ha dominado el panorama del pensamiento europeo del siglo XX. Aunque ellos lo rechacen, no es ilógico pensar que esto tiene bastante que ver con la dificultad para deslegitimar los fascismos.


II

Alf Ross señaló la paradoja de la ley suprema. En, por ejemplo y sobre todo, el artículo “Sobre la auto-referencia y un difícil problema de derecho constitucional” (contenido en Alf Ross, El concepto de validez y otros ensayos, Biblioteca de ética, filosofía del derecho y política, Buenos Aires, 1997), se pregunta: ¿qué significa decir que la norma suprema de un sistema jurídico (por ejemplo, la que en una Constitución otorga autoridad), no es ya creada por ninguna (otra) norma y autoridad (superior)? Solo puede significar dos cosas, ambas aparentemente inaceptables, según Ross: o bien (a) que esa norma suprema es creada por la propia autoridad constituida por, precisamente, esa norma, o bien (b) que ese derecho no es creado en absoluto, sino que es un hecho originario, que sirve de presupuesto de validez de cualquier otra norma. En Derecho constitucional, explica Ross, este problema se manifiesta en la aporía que surge en una modificación constitucional: ¿cómo puede ser modificada una Constitución, al menos en el artículo constituyente de la autoridad suprema? O bien (a) puede ser modificada de acuerdo con sus propias reglas (es decir, que la autoridad constituida por ese artículo, puede modificarlo), o bien (b) la modificación no recibe su validez de ninguna otra norma, sino que es un hecho psicológico-sociológico, que constituiría un nuevo orden jurídico. Como puede verse, nos encontramos aquí con la aporía de si algo suprajurídico puede constituir al Derecho. Como Ross es positivista (aunque algo más sutil que Kelsen), este suprajurídico sería un “hecho”, sociológico o psicológico. Pero ¿cómo un factum puede fundamentar un ius? Ross quiere rechazar esto, pero encuentra aporética también la auto-justificación del Derecho.

Esa opción, del tipo (a), le parece inaceptable a Ross porque falta a lo que sería un teorema lógico: las oraciones que se refieren a sí mismas carecerían de significado. Además, produce una contradicción entre la conclusión y la premisa: supongamos, por ejemplo, que la norma fundamental en la relación padre – hijo sea que el hijo debe obedecer siempre lo que ordene su padre. Entonces, si el padre le ordena no obedecerle más, esto produce una contradicción, pues para que la orden de desobediencia sea válida tiene que apoyarse en la orden fundamental de obediencia, a la que, sin embargo, contradice. Lo mismo pasa si entendemos que el monarca, en virtud de su soberanía, otorga una constitución libre al pueblo, o si, bajo el amparo de una ley que contempla la necesidad de un porcentaje del 70% para modificar la ley, establecemos que, en adelante, solo se requiera el 60%, etc.

Centrándose en el problema de la auto-referencia, Ross comparte la tesis de Russell según la cual una parte no puede referirse al todo del que forma parte. Aunque esto llevó a Russell a la teoría de tipos, Ross cree (siguiendo, dice, a Jörgen Jörgensen) que basta, más sencillamente, con pensar que una frase como “Esta frase es falsa” carece de sentido, pues su predicado (“falsa”) no se atribuye a ninguna proposición (“Esta frase” no es una frase o proposición). De manera análoga, si la norma básica dice “Esta norma es modificable de acuerdo con el procedimiento P”, esta proposición carecería de sentido, pues “esta norma” no se refiere a nada. No es que toda referencia de una proposición a “sí misma” sea sinsentido, dice Ross: no lo es si se refiere a su carácter fonético, o sintáctico. Solo si se refiere a su aspecto semántico, carece de sentido. “Lo que estoy diciendo ahora tiene sentido”, carecería de sentido. Popper creyó probar que sí lo tiene, por reducción al absurdo: supone la verdad de la proposición “lo que estoy diciendo ahora carece de sentido”, y señala que, si esta proposición es verdadera, tiene que tener sentido. Luego no puede ser verdadera. Sin embargo, Popper está suponiendo lo que hay que demostrar, es decir, que esa proposición tiene sentido. Ross cree que estas frases no son inteligibles:
“Cuando alguien afirma “este hombre es sabio” ha de ser legítimo preguntar “¿qué hombre?”, y cuando alguien dice “Esta proposición es verdadera” tiene que ser legítimo preguntar “¿qué proposición?”” (p. 63)

Si, tanto porque implica auto-referencia como porque la conclusión contradice a la premisa, es inaceptable que la validez de la modificación de la norma básica se apoye en ella misma, y tampoco parece aceptable el supuesto (b) de que todo su fundamento sea un hecho sociológico (como la primera Constitución hipotética de que nos habló Kelsen), ¿de dónde recibe su validez una modificación semejante? La propuesta de Ross es que hay que aceptar que la norma básica de un sistema de derecho es inmodificable mediante un procedimiento jurídico, y es infundada, tal como los axiomas no pueden deducirse. La autoridad suprema no puede transferir su autoridad, tal como Dios no puede crear una piedra tan pesada que él no pueda levantarla. Lo que hay que aceptar, entonces, es que el artículo de la Constitución por el cual esta puede ser modificada, no es la norma básica del sistema. Lo que haría la auténtica norma básica del sistema no es establecer los procedimientos de modificación, sino delegar competencia para la modificación. Como si un padre diese al hijo la orden de que, en su ausencia, obedecerá a A, y si A se va, a B. Es una delegación condicional y temporalmente limitada. Una delegación no es una transferencia de competencias. Pero, entonces, ¿cuál es la norma básica de un sistema jurídico? Tiene que ser una norma (no escrita ni explícita) que establezca, aproximadamente, esto: “Obedeced a la autoridad instituida por el artículo N (el artículo supremo de la Constitución, que constituye a la autoridad suprema) hasta que esa autoridad designe un sucesor; entonces obedeced esta autoridad hasta que esta designe un sucesor. Y así indefinidamente”.

¿Qué decir de esta propuesta? No discutiré aquí extensamente el problema de la auto-referencia. Parece intuitivamente obvio que la autoridad suprema no puede transferir su autoridad, esto es, contradecirse. Pero no me parece claro que esto tenga que ver con la auto-referencia. Para empezar, la autorreferencia de un sujeto (“este soy yo”, ecce homo…) no parece sinsentido, ni especialmente paradójica (no más, al menos, que la hetero-referencia. Ambas son dialécticas, como toda idea, pero “simplemente” eso). Ni siquiera es sinsentido ni contradictoria la auto-referencia existencial (“yo existo”). ¿Por qué la auto-referencia de una proposición estaría en peor situación que la que hace un sujeto? Siempre he pensado que la verdad, o, al menos, la validez o corrección, es a la proposición lo que la existencia es al sujeto, de manera que “esta proposición es verdadera” (o, quizá, “válida” o “con sentido”) es equivalente a “yo existo”. Cosa diferente son las auto-referencias negativas: “Esta proposición es falsa (o, quizá, inválida o sin-sentido)” es falsa o, quizá, inválida, como sería falso decir “yo no existo”. Quizá la paradoja de la modificación de la norma básica no resida en ser auto-referente sino en implicar alguna auto-referencia negativa o auto-destructiva. Sin embargo, también encuentro bastante convincente que una proposición del tipo “Esta proposición tiene sentido”, o “Esta norma debe ser respetada en las condiciones C” parece requerir una proposición, distinta a ella misma, como referente del sujeto. Dejaré esto aquí, y me centraré en la propuesta efectiva de Ross: que la norma básica es necesariamente inmodificable e infundada, y solo puede delegar, no transferir su autoridad, aunque por lo general sea una norma sólo tácita.

Lo que interesa señalar, para la cuestión que traemos (a saber, si el Derecho está esencialmente desbordado y remite a una fundamentación no jurídica) es que la norma fundamental propuesta por Ross no puede ser, según él modificada. Y esto empuja al Derecho (positivo) a una de dos posibilidades: o es eternamente o intemporalmente válido, o su validez no procede de él. Pero ¿qué derecho positivo puede ser intemporalmente válido? ¿Qué factum es la inmodificabilidad del Derecho? Un trascententalista, como Kant, puede, al menos, recurrir a un fundamento no-fáctico, pero esto no está al alcance de un positivista. La normatividad fundamental dependerá, siempre, de algo fáctico. Lo que demuestra que el positivismo no logra explicar el “hecho” de la normatividad jurídica, es decir, lo que podríamos llamar el DerHecho. Así, una vez más (esta, desde la perspectiva más amante de la Ciencia) el Derecho muestra su in-suficiencia.

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