viernes, 28 de diciembre de 2012

Diálogos de Educación. Fragmento I


Acaba de salir de la imprenta mi libro Diálogos de Educación. En breve estará por las tiendas (librerías, concretamente) y ya puede encontrarse en el portal de la Editorial Manuscritos. El libro recorre cuatro posibles filosofías de la educación, buscando sus fundamentos filosóficos antropológicos, con sus pros y sus contras, y yendo desde la que menor sustancia atribuye al sujeto (o sea, la que no nos atribuye ninguna, y nos considera un vacío, una existencia sin esencia...) hacia las que nos definen más sustantivamente. En sucesivas entradas iré copiando fragmentos y comentando las tesis. Empiezo con un fragmento de la primea visión. El Maestro y el antiguo alumno que soportan el diálogo, se topan con Blas, un "espíritu ácrata", que cree que toda educación es manipulación de esa nada libre que "somos":

M.- […] ¡Mira!, ese que viene por ahí es Blas, un amigo. ¿Te parece bien que paremos a saludarle?
A.- ¡Por supuesto!
M.- Es una persona muy inteligente, aunque, seguramente por eso, bastante descreído. ¡No le vayas a contar tus experiencias! Se dedica, te lo puedo asegurar, a mil cosas, pero tiene la habilidad de hacerlas casi sin que una sepa de las otras. Es como un niño, metido en su mundo por el que no pasa el tiempo... Ahora que lo pienso, puede sernos de utilidad. ¡Hola!
Blas.- ¡Hola, maese maestro-filósofo!
M.- ¿Qué haces por aquí?
Blas.- ¿¡Qué se yo!? Ni me importa. ¿Y a ti? ¡No sai cora-m sui endormitz, ni cora-m veill, s’om no m’o ditz!… Ya sabes que no es difícil encontrarme entre estos adoquines.
M.- Es verdad, casi siempre que paso por aquí te encuentro por casualidad.
Blas.- Más podría preguntarte yo a ti qué te trae por aquí, ¿no?
M.- Supongo que sí.
Blas.- Tú eres el que tiene siempre algún sitio al que ir, como los buscadores de oro; y ese sitio no suele pasar por estas calles perfumadas de orín y apestadas de incienso.
M.- Es verdad.
Blas.- Aunque, como también eres el que quiere saber el por qué de todo, como los brazos de la justicia, es normal que te hayas adelantado en preguntar.
M.- También tienes razón.
Blas.- Y, puesto que a mí no me preocupan ni el oro de ley ni la ley del oro, ni el por qué ni el para qué… ¡no sé por qué ni para qué te estoy contestando y preguntando!
M.- ¿No te decía que es muy inteligente? Es un sabueso de los chistes. Por cierto, no le hagas caso a su tono: nunca está enfadado contigo, aunque lo parezca.
Blas.- No tengo tiempo para estar cabreado, ya el mundo se empeña en ser odioso.
M.- Si le importasen un poco más los porqués y paraqués, sería un filósofo.
Blas.- ¡De eso que me estoy librando, pese a conocerte! ¡O a lo mejor por eso!
A.- ¿Eres artista?
Blas.- ¿¡Yo!?
M.- Es que este muchacho cree que los que andáis por aquí sois todos unos bohemios.
Blas.- ¿¡Que si soy artista!? ¡Yo no soy nada, muchacho! ¡Y mucho menos, “algo”! Me puedes encontrar algunas tardes, y mañanas y noches y trasnoches, paseando, haciendo el pino contra una pared, probándome sombreros, mirando con descaro a las farolas, doblando esquinas, subiendo cuestas, bajando escaleras sin cuidado, acarreando vinagre, peinando el viento (eso cuando tengo las uñas largas), llorando sin motivo, riendo sin un fin aparente, sudando, estornudando, cantando, meando, murmurando, insultando, refunfuñando, rezándole a una alcantarilla, olvidándome los zapatos, haciendo el amor (con y sin ganas), volando subido en una hoja… y, a ratos, dando clases de improvisación al piano en una escuela popular que hay unas calles más arriba.
A.- Eres profesor, entonces…
M.- Pero ¿¡no acabas de ver que es un verdadero artista!?
Blas.- ¿¡Profesor!? También soy un objeto casi cilíndrico, comestible, bastante caliente, impertinente siempre, de padres emigrantes, e infinitas cosas más, o menos, pero, si quieres disfrutar improvisando conmigo, vas mal orientado llamándome profesor (o herr professor, si te gusta más). Y ahora en broma, ¿a dónde vais?
M.- Este amigo, que fue mi alumno hace unos años, y yo, hemos quedado para asistir esta tarde a la inauguración de una escuela, en la que el director dará una especie de conferencia sobre educación, esperamos.
Blas.- ¡O sea, que vais a una lección magistral de tortura!
M.- ¿Ves cómo es un escéptico para con toda causa noble?
Blas.- ¡Me lo estaba oliendo: lo lleváis en la cara, ese morbo de cura…!
M.- ¡Ya sabía yo que nos iba a ayudar! Oye, Blas, yo ya conozco tus ideas, aunque no me disgustaría oírtelas otra vez, ni mucho menos…
Blas.- ¡Ya!, ¡ya lo sé!: tú te drogas con ideas.
M.- Pero mi amigo no te ha oído, y creo que le interesaría. Precisamente hemos quedado porque él quiere hablar de eso… de cómo torturar correctamente.
Blas.- ¡Si todavía conservas la inocencia, muchacho, vuélvete para casa! O, mejor, ¡no vuelvas a casa, vete, vete de todas las casas! Y tómate el prodigio de no volver.
A.- Creo que la he perdido, la inocencia. Deberías saber que ya he hablado otras veces con este hombre, después de haberle tenido de profesor en el instituto.
M.- Allí, justamente, era donde intentábamos inocularos el veneno, entre giro y giro del tornillo.
Blas.- ¡No me digas más! ¡Estás jodido!
M.- Mira: si te viene bien, tienes el tiempo que va de aquí hasta el parque para salvarle de las garras de los profesores y filósofos.
Blas.- ¿¡Salvarle!? ¡Si no quiere salvarse él…! Tengo la desgracia de que voy precisamente para allá, así que no tengo escapatoria: me habéis cogido por los huevos. Espero que no me los arranquéis y os los llevéis al altar de la inauguración esa…
M.- No te preocupes, que precisamente hoy este muchacho y yo no queremos torturar al que no tenga ganas de ser torturado. Vamos juntos, entonces, este tramo.
Blas.- Pero ¡tened cuidado de no mirar a los lados! ¡Aquí hay gente que se atreve a vivir, sin regulación ni tornillería!
A.- ¿Tú conseguiste que no te pervirtieran? ¿O no fuiste torturado?
Blas.- A mí me volvieron tan loco, quiero decir, tan cuerdo, como a los demás. Pero o se pasaron de rosca o no llegaron. Ahora conozco bien qué es eso de la escuela: ¿sabes cómo enlatan atún en una fábrica? Pues el atún y la lata salen menos traumatizados que un trozo de carne cuando hacen con ella persona-hecha-y-derecha.
Double, double, toil and trouble;
Fire, burn; and, cladron, bubble.
A.- No te gusta la escuela, vamos.
Blas.- ¿Gustar? ¿¡Qué más da!? ¿Conoces a alguien a quien le “guste la escuela”, como dices tú? ¿¡Qué carajo importa el gustar!? ¿Has pasado alguna vez, en tus veintitantos añitos, por delante de una guardería?
Quiero decir si has visto a los animalitos que hay dentro.
A.- Sí.
Blas.- ¿Te has parado bien a mirar sus ojos, detrás de la verja, llorando o simplemente mirándote sin esperanza? ¿¡Sí!? Los que no lloran están peor que los que por lo menos saben o pueden todavía rebuznar. ¡Claro que los que están del todo hechos polvo son los que ya siguen dócilmente a la maestra y se están quietos y callados en la fila!
A.- La verdad es que he tenido alguna vez esa sensación. Aunque otras muchas, me ha parecido que esos mismos niños disfrutaban y aprendían, jugando con sus columpios y sus cubos de arena, o cantando con sus cuidadoras.
Blas.- Cuando se les olvida cómo les encerraron ahí y dónde están; o en los pocos minutos que hay entre una orden y un grito, cuando las guardesas están distraídas con sus propios juegos estúpidos de mayores, o cuando, a veces, hacen como que juegan con ellos (¡aunque ya con juegos infectados de reglas!). ¡Mira!, esos ojos, esa mirada de reja de guardería…, en ellos veo la muerte del paraíso que no llegó a existir, que no podía llegar a existir… porque todo lo que existe está tomado, ocupado, contaminado por la mierda limpita y la necedad diligente del adulto ¡el del trabajo y el dinero! Los daños que se hará luego al niño algo mayor y al adolescente, son calderilla: el adolescente es ya un poco (a veces hasta bastante) de ese cartón-piedra llamado persona, o ciudadano. Ya anda recelando por el futuro, ya no sabe jugar sin ganar… ¡Tiene sueños, dicen, ideales! Lo que tiene es llena de pájaros la cabeza. No (¡ojalá tuviese pájaros!): tiene un buitre con corbata. Poco después será o de los que encierra o de los que es encerrado, lo mismo da. Y ¿qué decir de esa, la más sucia y horrenda, la menos inocente de todas las “formaciones”, que es el invento de la “sexualidad”? Ese asqueroso sustituto del deseo, obra de consumados sacerdotes (o sea, de viciosos por naturaleza), ha vuelto sucio y lleno de miedo lo que latía más indómito. Ya ni Dios puede hacer su gana: ni el niño con el niño, ni el niño con el adulto, ni el adulto con el adulto, ni la adulta con la adulta, ni, menos que nada, uno consigo mismo, o con su otro mismo… ¿¡Me vais a decir que todo eso no es la escuela, el corazón apestado mismo de la escuela!?
M.- Este tipo de afirmaciones me dejan siempre atontado, como si tomase un somnífero, y no soy capaz, ni deseo contradecirlas… Algo en nosotros quiere oír esa versión.
Blas.- Pero se os olvida pronto, ¡no os preocupéis!
M.- El paraíso perdido, el del niño: ¡qué gran verdad parece haber ahí! ¿Por qué, sin embargo, los adultos ven a veces a los niños como fieras sin domar?
Blas.- Está claro: los esclavos no pueden tragar alegremente ver cómo retozan, sin orden ni concierto (como dicen los maestros) esos que no saben de leyes, de venganzas ni de planes de pensiones. Y no descartes otras complejidades psicológicas, como una envidia podrida en los sótanos, y cosas así. ¿No has visto cómo huelen las colonias?
A.- Me has recordado lo que pasa también con los ancianos.
M.- A veces se dice que son como niños…
A.- Unos los ven como bondadosos serafines, y otros como diablos cascarrabias. A lo mejor no son ninguna de las dos cosas, o las dos. ¿No conoces ni una sola escuela buena?
Blas.- ¡Escuela buena! Eso no puede existir, por definición. Es una expresión, como trabajo honrado o matrimonio feliz, sin pies ni cabeza, o, peor todavía, con pies y cabeza. ¡Chaval!, todo lo que para el lenguaje oficial son redundancias, son absurdos para los que no sabemos ser cuentas del gran rosario. ¡Escuela buena!, ¡escuela maravillosa…! ¡Mira, muchacho!, mírame y dime que sabes, en el fondo de lo que te quede de corazón, que sabes esto: toda educación es manipulación.
A.- ¿¡Toda!?
Blas.- Es su esencia, que diría este. Educoacción, la llamo yo (soy bueno haciendo malos juegos de palabras).
A.- No es tan malo, seguramente no tanto como la escuela. ¿Crees que tendrían que ser, entonces, los padres los que se encargasen de la educación?
Blas.- ¿¡Los padres!? ¿Por qué? ¡Los padres! Los padres están hechos con la misma troqueladora que la escuela. Y, por si fuera poco, esos dos ogros con sombrero, la Tradición y el Estado, les han concedido el título de propiedad sobre ciertos cuerpos, lo que llaman niños. Es verdad que a veces, sobre todo a las madres, se les escapa un poco de clandestinidad y son capaces de dejar en paz a su criatura, cuando el padre santo que llevamos dentro, se adormece un poco (¡porque no se duerme, chaval, no se duerme!: ¡siempre vigila!, ¡siempre vigila!). A los padres (a los de verdad, quiero decir, a los que tienen el falo de carne, entre los muslos además de entre las orejas), a esos la conciencia bien blindada no les pone tan fácil esas sensiblerías.
A.- Los hombres no lloran.
Blas.- ¡Ni ríen, sobre todo no ríen! Están serios, como sepultureros sepultados. ¿Cómo van a hacer algo dichoso con los niños, ni siquiera porque les falle algún cable? ¡Eso les provocaría un cortocircuito! El Estado hace lo mismo, pero de manera más organizada, fría, aséptica, sutil. Unos con más descaro, otros con menos, todos esos papás llamados Estados se esmeran en ponerte la camisa de fuerza: para eso los trajo Dios al mundo. Son Dios hecho carne, carne de uniforme y látigo. Lo que llamáis Historia no es más que el esfuerzo constante por perfeccionar esa gran troqueladora… Lo vivo no tiene historia. ¡El Estado!, ¡la Patria!, ¡la Nación!, ¡el Progreso!, ¡la Cultura! La piel de la risa ya puede olvidarse de que le dé el aire. ¡No contéis conmigo! Como dijo mi querido Brassens:
Les hommes sont faits, nous dit-on,
Pour vivre en band’ comm’ les moutons.
Moi, j’vis seul, et c’est pas demain
Que je suivrai leur droit chemin
A.- ¡Qué exagerado! ¿De verdad crees que toda educación es adoctrinamiento y manipulación?
Blas.- No es que lo crea, es que no puede ser de otra manera, te digo. ¡Educar!, o, como dicen con más descaro algunos, formar: fabricar personas…
M.- De la nada…
Blas.- Con lo que pillan.
A.- ¿Con cualquier cosa?
Blas.- ¡Ya verás cuando consigan hacer ciudadanos con tornillos y plásticos! ¡Personas que siempre den la respuesta adecuada, salvo cuando haya un corte del suministro eléctrico! Cuando puedan pasarse sin ese material apestosamente rebelde que se llama carne…
A.- Creo que tienes una imagen demasiado negativa de las cosas. La cultura tiene cosas malas, desde luego, pero hace a la gente más libre y, precisamente, más difícil de manipular. ¿Es, acaso, manipular a los niños, mostrarles cómo crecen las plantas? ¿O enseñarles a que se respeten, o a que piensen por sí mismos?
Blas.- ¿¡Por sí mismos!? ¿¡Mostrarles!? ¿Que si es manipulación? ¡Por supuesto!, si les estás diciendo que esa es la única manera, la manera correcta y obligatoria de ver y tratar a las cosas. ¿¡Quién eres tú para imponerles tu manera de ver una planta o un respeto!? ¿Te has parado a pensar de cuántas maneras podemos mirar a una planta, diferentes de verla como un ser que tiene que llegar a alguna meta y dar sus frutos para que sea rentable? Una simple flor puede ser un mundo, un infierno, una huella, un agujero sin fondo, un presentimiento… Una flor no es una flor: tú haces una flor. ¿¡Enseñarles a ser ellos mismos!? Coge ahora uno de esos que llamáis niños. No sabe que es varón, español, de esta o aquella familia… Pero vosotros, maestros artesanos o aprendices, le diréis con qué plantilla tiene que recortarse, a qué ideas tiene que parecerse: ¡eres varón, hijo, así que, ya sabes, mea de pie y dispara antes de preguntar! ¡Tú, princesita!, ¿¡qué pintas traes!? ¿¡Qué posturas son esas para una niña!? ¡Eres alemán, hijo, te tiene que gustar la cerveza! Le golpearéis cuando no encaje en el corta-galletas, y le daréis vuestras envenenadas golosinas y palabras, en dosis bien medidas, cuando progrese adecuadamente… ¡Claro que vosotros mismos creéis que lo hacéis por su bien, porque él es un pobre ser imperfecto y atontado todavía, que no sabe, sin vuestro auxilio, cómo hay que respirar! Pero no hace falta más que ver vuestro aburrimiento infinito para darse cuenta de lo perfectos, sabios y libres que sois. Si el respeto tuviese algún sentido, empezaría, desde luego, con que respetaseis su deseo… y ahí mismo acabaría. Pero el respeto es ya una idea, o sea, parte de la trampa.
A.- Y ¿qué dices de esos niños perdidos y criados por lobos? ¿Crees, de verdad, que dejarlos abandonados fue respetar sus deseos? ¿No les faltó una escuela, una familia…?
Blas.- ¡Hombre!, faltarle no le faltaron: tuvieron a mamá naturaleza, personificada (o animalizada, si quieres) en forma de mamá loba. Tú quieres decir que no llegaron a ser hombres de verdad, personas auténticas y certificadas, ¿no es eso?
A.- Por lo que sé, no llegaron nunca a hablar, como humanos, como hablas tú mismo.
Blas.- Es verdad, no sabían hablar para convencer y comerciar. Y tampoco guardaban las normas de cortesía, ¡los muy bestias! Ni se les vio empeñados en labrarse un futuro asegurado por un banco, ni se les oyeron planes de conquistar Europa, de pisar la Luna o de dominar la Naturaleza. Parece que eran tan cerdos que se contentaban con comer cuando tenían hambre y masturbarse cuando les daba la gana. ¡No contribuyeron a construir la gran torre humana… esa torre de viento, un poco negro en los últimos tiempos, eso sí! ¿Sabes, chaval?: ¡ya quisieras tú ser un animal!
A.- ¿Y qué dices de todo eso noble y bello, de lo que le gusta presumir a la humanidad, como un cuadro o una fuga? ¿No tocas tú el piano? ¿Nacen de los árboles los pianos?
Blas.- De donde no han nacido ni nacerán nunca es del aburrimiento. Ahí, en la escuela, han nacido los ejercicios de piano, esos que han triturado en tanto niño el gusto por jugar con las teclas. ¿De dónde han nacido, los pianos y los cuadros y las fugas? De donde nace todo lo que nace, lo imprevisto e imprevisible: del juego sin leyes. Los raros destellos de creación, como sabes muy bien, han existido de milagro, pese a la escuela. La escuela los ha visto o como torpes e inadaptados o como bandidos indomables, y los ha perseguido y mandado al rincón siempre… Nada más lógico.
A.- ¿Lógico?

viernes, 14 de diciembre de 2012

Acerca de algunos intentos de reaprender algo de los griegos, II (¿Dónde está Europa?, V)


En la entrada anterior recordaba la “reivindicación” que en su libro De la Ética a la Política hace Antoni Domènech de lo que él llama la “tangente ática”. Dando por conocido lo que digo ahí, en esta entrada voy a explicar por qué su tesis (si mi interpretación de ella es correcta) me parece insuficiente, incluso en cierto sentido “radicalmente” insuficiente, como respuesta al problema político, y por qué creo, también, que supone una incompleta concepción del papel de la razón en la acción humana y una deficiente intelección de la propia ética antigua, especialmente de la socrático-platónica. En realidad, todas las pegas que tengo que ponerle se reducen a lo mismo.

Mi objeción consiste, dicho sintéticamente, en que la tesis-interpretación de De la ética a la política no refleja un verdadero racionalismo moral, en que el sujeto desee la justicia porque esta resulta racionalmente respetable y deseable en sí misma, sino una de dos cosas (o las dos): o bien una “astucia” donde la razón está al servicio de la felicidad (según la crítica de Kant), o bien un “hábito” “estético” felizmente adquirido y cultivado, pero sin un fundamento racional distinto al instrumental. Lo explico más detenidamente.

¿Por qué se comportaría un individuo “ético-ático” (en el sentido e interpretación de Antoni Domènech) de una manera eusocial? La única razón sería, en el mejor de los casos, que es consciente (gracias a una reflexión de segundo orden) de que esa es la mejor manera de alcanzar la felicidad, porque esta solo puede lograrse en sociedad. Lo que significa que la razón está aquí al servicio de la felicidad y es, por tanto, una razón instrumental o heterónoma, como le reprocha Kant a toda ética anterior a él. Si un individuo pudiese alcanzar su felicidad sin la convivencia social (la imposibilidad de lo cual no queda nada clara, a mi juicio, en el libro de Domènech, porque -salvo que se dé una razón fuerte- la superioridad de la polis sobre el individuo podría ser puramente contingente, o basarse en la mera necesidad material de colaboración), ese individuo no tendría motivos para ser colaborador y altruista, ni, lo que es peor para una concepción racionalista completa, para respetar la Justicia.

Aparte de esa razón, instrumental, para ser buen ciudadano, la tangente ática aportaría un motivo (no una razón), inconsciente (o del “consciente colectivo”), que es el hábito, en buena medida heredado socialmente (sin un aparato de razones, sino por la costumbre) de considerar estéticamente vergonzosa una conducta explícitamente egoísta. En ese caso, la motivación eusocial sería “estética”, mereciendo otra vez la crítica kantiana de irracionalismo y de estar sujeta a la contingencia. Se puede decir, pues, que la tangente ática lo que logra es hacer más eficientemente sagaces a los ciudadanos. La justicia no sería, en cualquier caso, un fin en sí, o, si lo es, lo es de una manera irracional.

Esta concepción de la racionalidad ético-política como limitada a “comprender” que juntos seremos todos más felices, y nada más, es solidaria de la tesis, que Domènech parece compartir y que atribuye, tópicamente, a Aristóteles, de que acerca de lo bueno último, de los fines, no hay ciencia. La ciencia política podría llegar, pues, solo hasta los medios. ¿Qué tiene esto de más racionalista que toda la ética actual, exceptuando a un Nietzsche?

Creo que es evidente que Doménech deflaciona el pensamiento moral antiguo (especialmente el socrático-platónico, pero también el aristotélico) y el pensamiento racionalista moral en general, y no es capaz de solucionar el problema político para un ser racional, tal como se lo plantea Platón en La República: ¿Por qué habría de respetar la Justicia quien, después de reflexionarlo profundamente, tuviese certeza de que puede alcanzar la felicidad sin ello? La respuesta del hábito de considerar fea la injusticia no es una respuesta racional. Al contrario, el sujeto racional debe preguntarse si hace bien (lo correcto) al aceptar el gusto de la tradición. Fuera de eso, no queda más que cálculo utilitarista, que es lo que da de sí toda ética moderna no-kantiana. Y el utilitarismo más partidario de la justicia tendría que demostrar que efectivamente es siempre y necesariamente beneficioso para un individuo colaborar con la sociedad. Los utilitaristas actuales suelen adoptar una postura más “kantiana”, según la cual la obligación de “universalizar” las máximas es normativa y a priori para toda decisión que se pretenda racional. Pero aún quedaría el problema de por qué habríamos de desear ser racionales, si es que los fines últimos no son objeto de ciencia.

Desde el punto de vista auténticamente “griego” o “ático” es un error pensar que acerca de lo bueno y los fines últimos no hay ciencia o razón posible. Esto es justo lo contrario de lo que sostiene el pensamiento socrático-platónico y también, aunque con más matices, el aristotélico. Es esencial a esas filosofías que todas las entidades, incluidos por supuesto los humanos, tienen una esencia y, por tanto, un telos natural. Ni mucho menos es contingente o escapa a la racionalidad qué debe hacer feliz a cada tipo de ente y a cada ente en concreto. Los predicados axiológicos tienen un lazo necesario (aunque seguramente “sintético”, no analítico) con las propiedades no-axiológicas. No ser capaz de ver el valor natural y objetivo de las cosas es lo que constituye auténtica falta de inteligencia moral.

Es cierto que en Aristóteles, a diferencia quizás de en Platón, no basta con saber qué es lo bueno, sino que hace falta que la voluntad sea también la correcta. Y es cierto que Aristóteles dice (Ética a Nicómaco VI, 5) que la prudencia es deliberación y no ciencia, pues no hay en ella necesidad. Pero esto debe ser interpretado de otro modo a como se suele (es decir, como una confesión de fe no-cognitivista), o bien tiene que considerarse inconsistente con todo el aparato teleológico-ético del resto del sistema aristotélico. No abordaré este problema hermenéutico ahora.

La razón (con mayúsculas) por la que, según Sócrates y Platón hemos de buscar la Justicia es porque ella es un bien racionalmente justificable (o al menos intuible o inteligible) en sí, independientemente de que sirva para conseguir la mayor felicidad del mayor número (esto es una consecuencia de la Justicia). La crítica kantiana al eudemonismo ático se equivoca: el fin de la justicia es ella misma; la tesis de que el justo será feliz no es la tesis de que el justo lo es para conseguir la felicidad. Pero para un “socr-ático”, la Justicia produce necesariamente (naturalmente, salvo por accidente) felicidad. Porque, repito, en contra de lo que Domènech le atribuye a Aristóteles, para el racionalismo moral de Sócrates, Platón, y también Aristóteles, claro que hay ciencia acerca de lo que puede reportar la felicidad a cada uno.

Cuando en La República, Adimanto y Glaucón quieren oír la apología que Sócrates puede hacer del hombre justo, pintan a un individuo que, por causa de la Justicia, no solo no le va mejor en sociedad sino que es perseguido y asesinado, frente a un injusto que, de una u otra manera, alcanza el reconocimiento público. Por supuesto, los griegos (como nosotros) ven feo preferir ser un tipo injusto al que le va bien, pero la razón profunda de esta fealdad (que para el no-filósofo es una fealdad percibida inconscientemente) es una razón puramente racional, y es la que Sócrates se entrega a defender: dado que nuestra esencia o mejor parte del alma, es la razón, y para la razón la justicia es ofensiva, no por “fea” sino por irracional (porque es faltar a la verdad -a la igualdad de las cosas iguales-, y un filósofo odiará más que nada la mentira), solo el ignorante puede creer que alguna vez puede beneficiar la injusticia.

Creo que debemos recuperar el racionalismo moral socrático-platónico, y también aristotélico, pero creo que recuperar lo mejor de la ética ática, especialmente de Sócrates y Platón, consiste en recuperar

-         la tesis (metafísica), esencialista, de que hay una esencia humana, e individual,
-         la tesis (metaética), realista, de que la axiología va unida a (o, si se quiere, superviene a) las propiedades no axiológicas;
-         la tesis (epistemológica) de que la razón es la única capaz de discriminar todos los asuntos, incluidos los axiológicos;
-         las tesis (filosófico-antropológicas) de que la razón es el centro de la esencia humana y las emociones son, en el caso de un ser humano “sano”, consecuencia y síntoma de su actitud racional.

Si uno “se conoce a sí mismo”, se ve esencialmente como un ser racional, para el que la verdad es el mayor fin o valor. La felicidad es un subproducto de la justicia o racionalidad.

domingo, 9 de diciembre de 2012

Acerca de algunos intentos de reaprender algo de los griegos (¿Dónde está Europa? IV)


En la nota anterior me fijaba en la denuncia filosófico-histórica de Husserl, según la cual, y contra el tópico, los últimos siglos de Europa no se han caracterizado por el racionalismo, sino, más bien casi al contrario, por la limitación radical del papel de la razón, reducida a mera racionalidad positiva, mecánico-técnico e instrumental, y negándosele toda legitimidad sobre las cuestiones del sentido y el valor de las cosas (lo metafísico-ético) desde una posición precisamente “ideológica” o metafísica, el positivismo naturalista. Aunque se considera a Husserl el fundador de una de las grandes metodologías filosóficas contemporáneas, la Fenomenología, sin embargo casi todos sus seguidores (todos los que tienen relevancia histórica) se han apartado del racionalismo del maestro y han usado la fenomenología para hacer alguna forma de crítica al presunto Logocentrismo europeo. Fenomenología y hermenéutica antirracionalista es la filosofía dominante en el pensamiento contemporáneo “continental”.

Curiosamente, mientras tanto, en el mundo de los filósofos anglosajones, donde había dominado hasta los años cincuenta o sesenta el positivismo naturalista heredero de la racionalidad galileana que Husserl criticaba, ha ido surgiendo y creciendo en el último medio siglo, junto a los supervivientes de ese naturalismo y, también, junto a los herederos del segundo Wittgenstein (que representan, en suelo anglosajón, lo más semejante al irracionalismo continental), una corriente de filósofos que, con los métodos o maneras de la filosofía analítica, pretenden hacer renacer de sus cenizas a la Metafísica, en el sentido más sustantivo y desacomplejado del término: como indagación de la estructura última o esencial de la realidad y sus diferentes ámbitos. Muchos de ellos se identifican en general como (neo)aristotélicos, un neo-aristotelismo independiente de ese otro aristotelismo que es pervivencia de la escolástica. Desde luego, para muchos fenomenólogos y hermenéutas (franceses, italianos, y algunos alemanes…), estos neo-metafísicos son solo unos bárbaros que no se han enterado de que Dios ha muerto. Pero creo que esta actitud suficiente de los postfilósofos está dejando de ser creíble. Los problemas metafísicos, mirados otra vez de frente, siguen teniendo el mismo pleno sentido que tenían y reclamando respuesta con la misma legitimidad con que las reclamaban antes de las deconstrucciones modernas. ¿Y si lo que ha muerto o está muriendo es, más bien, el discurso único de que no hay discursos únicos, la metafísica de que no hay metafísica, la teoría de que no puede haber Teoría? El pensamiento europeo esté volviendo, con razón, a replantearse los problemas filosóficos de siempre, aunque, como siempre, en palabras ligeramente nuevas y con análisis en algunos sentidos más finos o pulcros.

Como era de esperar, también en el terreno de la filosofía “práctica” hay un renacimiento de la ética clásica, sobre todo en versión aristotélica (“ética de las virtudes”). Desde Elizabeth Anscombe, Peter Geach y Alasdair MacIntyre, hasta toda una legión actual, muchos filósofos, sobre todo anglosajones, creen que es posible y necesario volver más atrás de todo utilitarismo y del formalismo kantiano, y rescatar una ética más sustancial, con todo el aparato aristotélico o griego en general: el carácter teleológico de la naturaleza y del hombre, el realismo e intelectualismo moral, el lenguaje de las virtudes… Estos filósofos repiten que la filosofía moderna, llevada por su ideología naturalista y mecanicista, ha operado un vaciamiento del sujeto que ha dejado a la ética sin anclaje. Frente a ello, las filosofías antiguas, especialmente la aristotélica y la socrático-platónica, ofrecerían una antropología más rica, que permite contemplar la actividad moral como una actividad inteligente compleja y armónica, y no como una mera elección entre deseos ciegos donde la razón es una simple esclava.

Quizás la mayor parte de estos pensadores estén personalmente más cerca de posiciones políticas conservadoras, pero no hay nada en su aristotelismo que obligue a que ello sea así, y también parte del pensamiento de “izquierdas” piensa que el materialismo, el mecanicismo, el irracionalismo moral, y, en general, la actitud antimetafísica y antirrealista, no son la única ni la mejor opción en filosofía moral, y que la “muerte de Dios” en sus diversas formas, lejos de ser una emancipación, seguramente tira al niño con el agua de la bañera.

En lo que queda de esta entrada y en la siguiente, me ocuparé críticamente de una muestra o versión concreta de este “renacimiento” de la filosofía ética antigua, la que presentó Antoni Domènech en su excelente libro De la ética a la política (Crítica, Barcelona, 1989). Aunque este libro tiene ya unos años, no hay nada en él de caduco, e incluso en ciertos aspectos es más actual hoy que cuando se publicó. Antoni Domènech también cree que necesitamos recuperar cierto elemento de las éticas antiguas ausente en la filosofía moral moderna, que él llama “tangente ática”, y que podemos caracterizar como la armonía entre la felicidad privada y el bien colectivo o justicia. Veamos cómo responde, a su parecer, la filosofía antigua al problema de la política.

Los hombres, según Aristóteles según Antoni Domènech, buscan la felicidad o eudemonía. Qué nos hará felices y cuáles sean los fines últimos que uno persigue, es asunto que queda fuera de toda posible ciencia, pues solo hay ciencia de lo que es necesario mientras que los asuntos de felicidad humana “pueden ser de otra manera” y por eso es posible y necesario deliberar acerca de ellos. Pero lo que sí es objetivamente cierto es que la felicidad humana no es realizable fuera de la pólis, ya que esta es un ente más autónomo que el individuo. Tal falta de autonomía absoluta del individuo es la que le situaría en la dialéctica política.
Usando el lenguaje de la teoría de juegos (de moda en las ciencias humanas recientes), podemos presentar esa dialéctica entre individuo y sociedad, según Domènech, como un caso de “juego del prisionero”, o sea, como una matriz de dos por dos, resultado de la interacción de dos “jugadores” (el individuo y la sociedad) cada uno de ellos con dos posibles actitudes: o bien actuar de manera egoísta (ir a lo suyo) o bien colaborar con los demás. Una concepción política se puede describir como un determinado orden de preferencias, en lo que se refiere a esas actitudes, de cada jugador.

Si suponemos, como lo más natural, que cada uno preferirá trabajar por sus intereses en vez de por el interés de los demás (o sea, ser egoísta en vez de altruista), obtenemos la conocida y “triste” consecuencia de que el juego acabará con un resultado “subóptimo” (el segundo peor posible), que consiste en que cada uno irá a lo suyo y ninguno se beneficiará de la colaboración social, contra sus propias preferencias (pues, aunque todos preferirían la opción en que uno mismo va a lo suyo pero los otros colaboran con él, sin embargo, todos prefieren en segundo lugar la opción en que todos colaboran, es decir, la sociedad frente a la “anarquía”). El reto de la política podría describirse, entonces, como el de conseguir que, contra lo que parece el resultado más “natural” pero perjudicial, los individuos estén dispuestos a no ir a lo suyo por su propio interés.

Todos sabemos que lo que nos conviene es colaborar. Si queremos conseguir nuestra mayor felicidad, tenemos que querer la de los otros. Así que, “paradójicamente”, por egoísmo deberíamos preferir no ser egoístas. Para evitar esta conocida “paradoja de la voluntad”, tenemos que reconocer, como según Domènech hace el pensamiento moral ático (y ha vuelto a poner en circulación Harry Frankfurt), que nuestras preferencias no son todas del mismo nivel, sino que se organizan y jerarquizan, y, junto a preferencias básicas o de orden elemental, hay preferencias de segundo orden, es decir, preferencias de preferencias: yo, por ejemplo, prefiero preferir colaborar. Pero, aunque sabemos eso, sin embargo nos dejamos llevar por las preferencias inmediatas o de orden básico, que son a la larga perjudiciales. Fumamos, aunque sabemos que nos acorta la vida y no deseamos eso; nos estresamos competitivamente aunque sabemos que eso nos lleva a hacer peor las cosas… Nos conviene, por tanto, generar en nosotros el mecanismo psíquico causal adecuado para que nos sea “natural” (como una segunda naturaleza, quizás) tener una actitud eusocial, y no egoísta. El hombre debe perseguir que la felicidad individual armonice, o incluso coincida, cuanto sea posible, con el bien social. Los intereses del individuo tienen que ser los mismos que los de la sociedad. ¿Cómo conseguir algo así?

Según Antoni Domènech el pensamiento ético de la época clásica de Atenas (la “tangente ática”) proporciona una solución inteligente y elegante a ese problema. Se trata de inculcar (o auto-inculcarse) un orden de preferencias diferente al del (simple) egoísta. Para un griego resultaba feo y vergonzoso mostrar una actitud egoísta e interesada, y le abochornaría presentarse ante sus conciudadanos como un especulador comercial. Un individuo sujeto al espíritu ático, pues, querrá como primera opción aquella en la que todos colaboran, incluso por delante de aquella en la que él va a lo suyo mientras los demás colaboran. Esto garantiza que el resultado será la eunomía.

Platón y Aristóteles habrían sostenido que cuando eso no ocurre, cuando uno sigue preferencias puramente egoístas, es por akrasia o falta de gobierno sobre sí mismo. Pero esa falta de autogobierno procedería, en el fondo, de la ignorancia de nuestros mecanismos causales mentales. Al buen conocimiento de estos y a su buena gestión se le llama frónesis, prudencia o sabiduría práctica. No obstante, Platón y Aristóteles entendieron algo diferentemente la prudencia. Mientras que para Platón es imposible ser consciente de lo mejor (o sea, de qué preferencias de orden superior hay que tener) y a la vez realizar lo peor, para Aristóteles sí existe esa posibilidad, y la prudencia o frónesis es un hábito (hexis), que es preciso ejercitar. Menos intelectualistamente aún, la prudencia era, para los griegos no filósofos, una virtud heredada socialmente, sin que mediara mucha o siquiera alguna reflexión en su adopción por parte del individuo, educado en el seno de la tradición.

Según Domènech, frente a la “razón erótica” de la moral ática, la moral moderna con su “razón inerte” está falta de profundidad, con un sujeto plano incapaz de preferencias de segundo orden, movido por deseos irracionales, que se ve obligado a construir un super-sujeto (el Leviatán, etc.) que le obligue a comportarse como le beneficia o a ser libre (como dice Rousseau). Pero ninguna de las opciones modernas consigue lo que desea: al sujeto particular siempre le interesa no colaborar, y deseará hacerlo en cuanto pueda. ¿Quién vigila al vigilante?, ¿quién vigila al monarca…? De la ética antigua clásica deberíamos, por tanto, aprender a desear el bien social, lo que tendrá como consecuencia que saldríamos más beneficiados en nuestros deseos privados o de orden básico, en nuestra felicidad personal. Así es como podríamos volver a conectar la ética con la política, y evitar la tragedia de las sociedades modernas.

Los defensores del egoísmo pueden burlarse de la santurrona “tangente ática”, pero tienen que admitir que esa actitud “ingenua” ofrece un mejor resultado incluso en términos egoístas. Un egoísta puro, incapaz de sacrificarse por otro (un tipo Calicles-Nietzsche, dice Domènech) será realmente un completo acrásico, incapaz de mover un dedo por otra cosa que su deseo actual, y en el juego del prisionero de su yo-actual con su(s) yo(es) futuros está condenado siempre a sus peores resultados. Por ejemplo, un tipo así será incapaz de dejar de fumar, porque eso implica un sacrificio de sus deseos actuales a favor de su yo-futuro.

Todo el libro de Domènech es muy ilustrado e interesante, y se lo recomiendo vivamente al lector. En la próxima entrada haré una crítica de su tesis principal, que acabo de reseñar. ¿Es una solución aceptable a la dialéctica política? Y ¿es una reivindicación acertada del racionalismo moral, más concretamente de la filosofía moral ática?

sábado, 1 de diciembre de 2012

¿Y si lo que le ha faltado a Europa hasta ahora ha sido racionalismo? (¿Dónde está Europa?, III)


La mayor parte de las filosofías de la modernidad y de la postmodernidad ven a Europa como el paraíso del racionalismo. Nunca antes en la historia la racionalidad humana habría tomado las riendas del carro de la civilización, y Europa, durante su Edad Moderna, habría llevado esto a sus últimas consecuencias… quizás, incluso, demasiado lejos. Pero, ¿y si la verdad fuese, al contrario, que Europa, incluso durante los últimos cinco siglos, no ha sido lo suficientemente racionalista; que solo ha desarrollado la racionalidad hasta medio camino? ¿Y si la Ilustración tuviese que ser superada (o al menos completada) con más racionalismo, con uno que no se limite a la investigación de lo natural y técnico, sino que aborde también y sobre todo lo moral, lo estético, y en general todo aquello que tiene que ver con el sentido de la existencia?

La leyenda historiográfica popular dice que la modernidad de Europa nació con el designio humanista de conocer y dominar el mundo mediante la mera razón, designio que culminaría en la Ilustración y sus frutos tecno-científico y tecno-sociales. Según la variante más moderadamente irracionalista de la leyenda, lo único que tenemos que procurar es que eso siga dando sus frutos y no sucumba al romántico regreso de los mitos. Según la versión menos halagüeña, lo que vivimos, desde la Ilustración, es un progresivo y merecido declive del racionalismo, tanto en la Metafísica como en el ámbito Científico-técnico. Tenemos ya que pensar en alguna otra forma de contacto con el Ser, con lo Otro: un modo “poético”, quizás, o innombrable incluso.

Ambas versiones del mito son fruto de un pensamiento fundamentalmente irracionalista, que ve a su "enemigo" en todas partes, porque lo cierto es que ni la Edad Moderna en general ni la Ilustración en particular han sido capítulos racionalistas en sentido perfecto. La racionalidad moderna, concebida con racionalidad matemática, se ha limitado, en general y por razones a priori, al terreno de lo científico-natural y técnico, y ha dejado fuera, expresa y premeditadamente, todo lo que tenga que ver con los valores y el sentido.

Uno de los pocos pensadores que, en los últimos cien años, ha denunciado esto es Edmund Husserl. En La crisis de las ciencias europeas y la fenomenología trascendental, Husserl dice que el espíritu moderno frustró pronto el proyecto, que debía ser el “renacimiento” de lo griego, de entender racionalmente la completa realidad humana, y lo sustituyó por mera ciencia positiva de hechos. Esto ha llevado al vaciamiento del propio hombre. “Meras ciencias de hechos hacen meros hombres de hechos”, dice Husserl. Al desechar la Metafísica, el espíritu moderno hace imposible una auténtica explicación racional de la realidad:
     "El escepticismo frente a la posibilidad de una metafísica, el desmoronamiento de la creencia en una filosofía universal como conductora del hombre nuevo significa precisa y coherentemente el hundimiento de la fe en la "razón", entendida en sentido similar al de la oposición hecha por los antiguos entre episteme y doxa. Esta razón es la que en definitiva da sentido a cuanto pretende ser, a todas las cosas, valores, fines, en la medida concretamente en que les confiere su relación normativa con aquello que desde los comienzos de la filosofía designa la palabra 'verdad' -verdad en sí- y, correlativamente, la palabra 'ente' -óntoos ón-".

¿Cómo ocurrió ese prematuro desvío o caída? El espíritu galileano moderno consiste, dice Husserl, en la hipótesis de que todo lo fáctico es reducible a legaliformidad matemática. Puesto que lo geométrico se deja mensurar y permite pronosticar el futuro con cada vez mayor precisión, se le ocurrió a “Galileo” (por personificar en alguien este proceso de la teleología de Europa) la “hipótesis” de que todo lo natural es reducible a geométrico (después, se intentará a su vez la reducción de esto a aritmético, a puramente simbólico). Pero lo geométrico deja fuera lo cualitativo, las “plétoras” que percibimos fenoménicamente (colores, olores, frío y calor…) La hipótesis científico-positiva al respecto es que todo lo cualitativo puede, de alguna manera correlacionarse con alguna estructura matemática que la reduzca indefinidamente. Las cualidades “secundarias”, pues, son apariencias, meros fenómenos. La realidad real es matemática (y las estructuras matemáticas están innatas en nuestra mente).

La consecuencia de esto, según Husserl, es que el pensamiento científico, que había nacido de una actitud vital concreta y una decisión, se vuelve una labor casi puramente técnica, y acaba olvidándose de su verdadero fundamento, la vida precientífica de la que nació como una opción entre otras. El método se confunde con la realidad. En este sentido, se puede decir, según Husserl, que Galileo es a la vez un descubridor y un encubridor. Descubre la gran hipótesis constitutiva de la actividad científico-positiva, pero encubre el problema, filosófico o trascendental, de qué toma de decisión hay en ese proyecto. La ciencia no sabe nada del “mundo de la vida” del que ha nacido. Para la ciencia el problema filosófico no existe, aunque ese problema subyace siempre a la ciencia. Es fundamental darse cuenta de que la hipótesis de la matematización de toda la realidad natural no es una hipótesis intracientífica, sino una hipótesis del pensamiento trascendental. Esa hipótesis da lugar, además, a determinadas interpretaciones sobre el mundo, algunas tan erróneas como la subjetividad de las cualidades no geométricas, o la exclusión de lo mental. Al hacer abstracción de lo mental, la actitud matematicista prepara también el dualismo cartesiano y moderno: el dualismo, en efecto, es la consecuencia de esa exclusión de lo mental por parte del naturalismo.

Pero el problema metafísico o Trascendental no se deja eliminar, y toda la historia de la filosofía moderna es una lucha de la verdadera filosofía contra el escepticismo que hay en el “objetivismo” naturalista. El primer capítulo, sumamente paradójico, es Descartes, porque este gran pensador, queriendo fundamentar completamente el racionalismo reduccionista matemático del espíritu moderno, se ve llevado a plantearse el problema de la subjetividad y la representación, descubriendo la puesta entre paréntesis de todo contenido suyo (la epojé). Este descubrimiento del problema de la subjetividad es el sino de la filosofía moderna. Descartes, no obstante, cayó en la confusión de la subjetividad con la psique, es decir, cayó en el psicologismo, que es una fuerte tentación moderna. Un capítulo radical en ese camino es el escepticismo y ficcionalismo psicologista de Hume, que reduce toda estructura y categoría racional a fenómeno interno, con lo que hace imposible toda ciencia. Kant redescubre, en un lenguaje nuevo, el problema trascendental, señalando también la insuficiencia del racionalismo leibziano-wolfiano, que no se plantea el asunto de la relación entre la subjetividad y las cosas.

Husserl cree que estamos obligados a reeditar el problema Trascendental, evitando las insuficiencias kantianas, debidas a que Kant no se dedicó a una investigación fenomenológica del “mundo de vida”. Todavía necesitamos una explicación racional, es decir, reflexiva, del conjunto de la actividad humana, empezando por sus fundamentos.

Dejando a un lado el éxito o fracaso de la Fenomenología Trascendental iniciada y reiniciada una y otra vez pacientemente por Husserl (y que llegó pronto, paradójicamente, a dar cobertura a los pensamientos más irracionalistas del siglo XX), creo que la versión historiográfica de Husserl es muy sensata. Si uno observa las principales filosofías de la modernidad, constatará que prácticamente todas ellas son una limitación, más o menos inflexible, de la racionalidad en sus pretensiones de completitud. La Edad Moderna fue el nacimiento, simultáneamente, de la ciencia positiva y del fideísmo protestante. La ciencia se comprometía a limitarse a salvar objetivamente los fenómenos y a no indagar lo que queda completamente fuera de su alcance, el sentido del mundo.

Descartes es, evidentemente, un partidario del mecanicismo reduccionista galileano. Por eso tuvo poco que decir acerca del valor de las cosas, aunque es significativo que admitiese, con todo irracionalismo y todo voluntarismo (desde Occam-Lutero hasta Nietzsche), que la voluntad es más extensa que el entendimiento. Podría pensarse que Spinoza, el “cartesiano”, es un buen representante del racionalismo o intelectualismo que estoy, con Husserl, echando de menos. Creo, en cambio, que Spinoza es un buen ejemplo de cómo se puede extraviar el racionalismo. En verdad Spinoza no tuvo ni idea del problema metafísico de los valores y el sentido, de la ética. El sistema spinozista es, como dice Husserl, un intento de sistema geométrico-mecanicista completo y absoluto. Por supuesto, quien quiera proveer un sistema completo tiene que procurar que contenga la ética. Spinoza habló mucho más de ética que Descartes, y hasta llamó ‘Ética’ a su tratado de la realidad, pero la Ética de Spinoza no es una ética, por la sencilla razón de que su idea clave al respecto es un determinismo mecanicista absoluto en el que la libertad no tiene ningún sentido, como Spinoza no se cansa de repetir. Spinoza “constata”, como hecho y ley mecánico-natural, que todos los entes tenemos una tendencia a persistir en el ser, y parte del axioma de que la perfección es lo mismo que la realidad (es decir, que vales tanto cuanto existes y poder tienes –un iuspositivismo perfecto-), pero en su metafísica no hay lugar para una decisión libre ni, por tanto, para el problema moral de qué debo preferir y hacer. Todo lo más parecido a eso es la “constatación” del hecho psicológico de que, si uno sabe que las cosas no tienen más remedio que ocurrir de cierta manera, acabará aceptando (¿o, más bien, "debería", "tendría que", "sería sensato que" aceptase?) el destino y estará alegre con él. Su respuesta moral es, pues, el amor fati (curiosamente la misma que muchos que, como Nietzsche, creen que todo deviene absolutamente). Pero, aunque a veces Spinoza se expresa como si uno (el sabio) pudiese “modificar” sus pensamientos a voluntad ("decidiéndose" a pensar en cosas alegres, por ejemplo), esto es totalmente inconsistente con su determinismo mecanicista. Sencillamente Spinoza, cuando nos da prescripciones y consejos, se olvida de cuando dijo que no elegimos nada y que darse cuenta de esto es sabiduría. Al menos Spinoza no se ha planteado cómo puede uno “libremente” participar en su destino, de manera que eso sea compatible con que todos sus movimientos estén sometidos a la legalidad mecánica más básica. Es decir, Spinoza no se ha planteado el problema metaético, ni podría planteárselo bajo la hipótesis del mecanicismo universal.

Leibniz fue mucho más consciente de este problema, y también de que las explicaciones naturalistas no agotan, ni mucho menos, la racionalidad, y que, a las explicaciones mecánicas, hay que añadir, como en armonía preestablecida, las explicaciones teleológicas y enteléquicas, que también son plenamente racionales. Sin embargo, además de la insuficiencia que pueda haber en el racionalismo de Leibniz (de lo que hablaré en otro momento), la presión “cultural” dominante de la “hipótesis” o metafísica científico-pragmática no favoreció el eco para esa metafísica. En la Ilustración acabó predominando el pragmatismo anglosajón sobre el racionalismo germano.

Kant quiso conscientemente salvar a la Razón, en su valor más pleno y absoluto. Y creyó conseguirlo, tanto en el ámbito puramente teórico (aunque limitándola a una función “crítica” o trascendental y, a lo sumo, regulativa, negándole todo conocimiento sustantivo) como, más aún, en el ámbito práctico-moral: la Razón sería completamente autónoma, y no la amenazaría el problema del determinismo, porque la moral postula un ámbito nouménico o espiritual que, aunque no se puede demostrar científico-naturalmente, tampoco se puede negar. La libertad es compatible con la naturaleza mecánica si postulamos otro modo de la realidad. Sin embargo, hay un aspecto en el que la filosofía kantiana es profundamente antirracionalista: puesto que la razón no tiene acceso a conocimientos tras-naturales (la metafísica no es un conocimiento), el hombre no puede ponerse, como objeto de tendencia, ninguna realidad espiritual. La ley moral es una ley de obediencia, desconectada de su “materia”, la felicidad o el sumo Bien. Es, incluso, dudoso que se pueda deducir muchas cosas de una ley “formal” como el Imperativo Categórico. Por eso Kant tiene en cuenta también el objetivo de la felicidad (a esto dedica más atención en Metafísica de las costumbres). Pero se trata de una felicidad material.

La historia posterior a Kant es, salvo con la difícil excepción del Idealismo hegeliano (al que también dejo de momento) la historia del irracionalismo emergente: Schopenhauer, Marx, Nietzsche, Heidegger, Wittgenstein… Todos los grandes maestros son irracionalistas. Varios de ellos, incluso, reviven en su propia evolución, la evolución de toda la época postilustrada desde un irracionalismo moderado a uno radical. El ejemplo más nítido es Wittgenstein. En el Tractatus expresa un trascendentalismo “lingüístico” que representa perfectamente el dualismo moderno desde Galileo-Lutero para acá, es decir, la racionalidad matemático-mecánica limitada a los asuntos naturales y técnicos, y, para lo que se refiere a los valores y el sentido del mundo, lo irracional, lo místico, etc. Pero cuando volvió al pensamiento, Wittgenstein creyó que se había equivocado en el Tractatus al creer que había una única forma, la Lógica. No: hay indefinición de juegos de lenguaje. Así no queda deconstruida solo la Metafísica (como en el Tractatus o en Kant) sino también La Ciencia, como modo privilegiado de acceso a las cosas. De aquí toman aliento todos los relativismos antropológicos. Una evolución semejante se puede observar en Nietzsche, desde su “positivismo” temprano hasta su irracionalismo perfecto de última época, y quizás en Heidegger.

Husserl es, precisamente, la única isla relevante de racionalismo en los últimos decenios. Pero su Fenomenología, demasiado obsesionada por alejarse del matematicismo galileano y cartesiano, y completamente dependiente, a la vez, del planteamiento cartesiano o egológico (centrado en la Subjetividad), parece correr el riesgo a menudo de perderse en investigaciones semejantes a las que más hubiera rechazado el propio Husserl, “meramente psicológicas”. En otro sentido, su camino es el único posible para la Filosofía: la consideración eidética.

Por tanto, contra la leyenda popular, ni mucho menos la historia de la Europa moderna es la historia de un racionalismo pleno. En buena medida se puede decir, más bien, que los escolásticos fueron mucho más racionalistas, por lo que se refiere a lo ético y a los valores en general. Hoy, que empieza a tambalearse el irracionalismo, cada vez más filósofos, sobre todo en el ámbito de la filosofía analítica, ven necesario rescatar el teleologismo aristotélico y antiguo en general, única vía posible hacia una racionalización de las cuestiones de sentido. Si este es un posible camino, entonces quizás no es solo que Europa haya llegado a la muerte de la Metafísica, sino que está en camino de revitalizarla y realizar un racionalismo verdadero.

Pero ¿no está el racionalismo condenado a fracasar una y otra vez? Y, si es así, ¿por qué?