lunes, 26 de noviembre de 2012

¿Dónde está Europa?, II. La tesis de la secularización


¿En qué lugar está Europa? ¿Hacia dónde cabe esperar que camine, y, sobre todo, hacia dónde debería caminar? Proponía en la entrada anterior que viésemos a Europa como una civilización ya madurita, que hace tiempo que dejó atrás su adolescencia y juventud, y alcanzó su “mayoría de edad” o autonomía, esto es, el uso pleno de su razón y su libertad y derechos cívicos, en lo que llamamos Ilustración. Y me preguntaba qué ha sido de Europa, de entonces para acá, y qué cabe esperar de ella.

Sin embargo, antes de seguir por ahí habría que atender a ciertas interpretaciones muy autorizadas de la Historia, que rechazarían, en todo o en aspectos esenciales, el cuadro que he trazado (y que no tiene, por otra parte, nada de original). En concreto, creo que es necesario afrontar la interpretación que de la historia de Europa (y de la Historia en general) hace Nietzsche. Su tesis, muy influyente, en diversas versiones, en la filosofía posterior a él (desde Heidegger hasta la posmodernidad y más acá), es incompatible con la versión clásica o “ilustrada” a la que estratégicamente me he acogido, y, sobre todo, implica previsiones muy diferentes de lo que cabe esperar que pase y de lo que debería pasar con Europa.

Nietzsche sostiene que la Europa Moderna e Ilustrada, y toda su descendencia (democracia, socialismo…) es una secularización de la “moral cristiana” (o moral sin más –el cristianismo sería su forma más sofisticada-), y anuncia que todo eso está ya en sus estertores y que llega irremediablemente el nihilismo que dividirá drásticamente la historia de la humanidad, porque acabará, no con esta o aquella moral, sino con la moral sin más, con la interpretación moral del mundo. De otras maneras, muchos otros “nietzscheanos” anuncian el final de la Modernidad, entendida como última fase de la cosmovisión europea tradicional, metafísica y racionalista, y la llegada de algo “totalmente otro”, una desconocida actitud o relación con la vida, el Ser… (o lo que sea que constituya la noción ontológica última que uno maneje).

Así pues, exactamente los mismos valores de la religión cristiana, según Nietzsche, se conservan en la modernidad, pero traídos a este mundo: Dios se convierte en el Hombre, pero sigue siendo un ideal anti-vital, o simplemente un ideal. Todos los que creen que la Edad Moderna es el progresivo desprenderse del yugo de la fe por parte de la razón, están en una completa ilusión. Hay básicamente continuidad, no ruptura. Los mismos santos, con otros hábitos: la Razón es lo mismo que la Fe. ¿Por qué creía Nietzsche esto?

Según él, hay dos actitudes opuestas ante la vida: la actitud metafísico-moral y la “vitalista”-amoral. La primera, la actitud moral, hija de la debilidad de la voluntad (de la falta de Voluntad de Voluntad) y el rechazo al devenir, es una actitud que idealiza, es decir, “inventa” o “finge” una realidad más verdadera que ésta del cambio constante, un mundo auténtico (platónico), universal y eterno, situado fuera del tiempo presente, donde no existen el sufrimiento o la muerte, y en el que se refugia la alienada voluntad débil para dejar de vivir. La visión moral del mundo es lo mismo, pues, que la concepción metafísica de la realidad. Esta actitud psicológica ha introducido la interpretación moral en el mundo, calificando a ciertas cosas como buenas y a otras como malas. En especial ha inventado los valores, contrarios a la vida, de la justicia-igualdad y la caridad: la idea de que todos somos iguales, merecemos el mismo respeto y tenemos los mismos derechos. En “verdad”, dice el desenmascarador, no hay tal igualdad, ni existen universales, tales como Dios, Hombre o incluso Yo. Solo “existe” el instante. No hay, pues, diferencia entre lo que sucede y lo que debería suceder, entre lo fáctico y lo legítimo, entre lo efectivo y lo ideal. Contra la interpretación metafísico-moral del mundo, Nietzsche nos propone una actitud amoral, en que “el hombre” vive en el instante presente que vuelve eternamente, al que ama incondicionalmente (amor fati), y se olvida de todo pasado y de todo futuro, de toda justicia-venganza y de toda promesa-crédito. “La ley es la fuerza” es la consecuencia radicalmente positivista de esa tesis.

La moral y política moderna e ilustrada compartirían, entonces, con el cristianismo (y con las morales filosóficas antiguas desde Sócrates en general –excepción hecha de Calicles y poco más-) lo fundamental: la igualdad ideal, la racionalidad y la universalidad. No importa que los ilustrados y los socialistas quisiesen y quieran el paraíso en la Tierra: no deja de ser el sueño de un paraíso que no está en el presente, sino en el reino de lo racional y universal. Fuera de esta visión moral del mundo solo está, advierte Nietzsche, la visión amoral (o, a lo sumo, una moral sin moralina, la “moral de señores”), la que redime al mundo mostrando que no existen valores en él, que “Dios ha muerto”, que la realidad no tiene, en sí, un sentido o un contenido moral, sino que está ahí para que la Voluntad introduzca el sentido y cree el valor.

La tesis de Nietzsche, recordaba, ha tenido muchos defensores en cierto sentido. Sin embargo yo diría que, paradójicamente, no existe casi ningún nietzscheano que sea nietzscheano, es decir, nadie que crea verdaderamente que la realidad no tiene sentido moral, que no hay nada bueno ni malo, que igual da causar dolor que placer, que la legitimidad la hace la fuerza (lo más cercano que sé, Mussolini, quien sí declaró ser relativista y verse a sí mismo como un creador de valores en un mundo donde no preexisten). La mayoría de los nietzscheanos, por ejemplo, son gente de izquierda, que sueña con un futuro de justicia e igualdad, y que, con toda seguridad, habrían resultado despreciables al propio Nietzsche (al menos al de ciertos pasajes, políticos), quien gusta de presentarse como una especie de anarco-elitista. Esos “nietzscheanos” piensan que cuando Nietzsche pone como ejemplares de personas “sanas” a aquellos papas del Renacimiento que se deshacían de sus rivales sin que les temblara el pulso, está haciendo literatura, porque realmente quiere decir casi todo lo contrario (que debemos respetar incondicionalmente al Otro, o algo semejante). En esto no dejan de recordar a los sutiles teólogos medievales que podían hacer decir cualquier cosa a cualquier santo maestro.

Por supuesto, como todo el mundo sabe, Nietzsche tiene infinitas lecturas (con la que quizás corra el “riesgo” de no tener ninguna, si no es eso lo que –especulan algunos- él mismo deseaba), y hay en él diversos niveles más o menos exotéricos. Unas veces la ciencia ha desmontado a la metafísica, otras es una víctima más de ella o incluso su propio vástago; unas veces la metafísica es falsa, otras no existe ninguna verdad (incluida esta); unas veces todo es Voluntad, otras la voluntad es un mito (como toda la psique) y todo acaece sin por qué ni para qué; unas veces hay que rechazar toda teleología y toda esperanza de futuro, pero otras se nos anuncia el ultrahombre, como un futuro prometedor... Quizás el “auténtico” Nietzsche, si existe algo así (aunque sea pese al Nietzsche sujeto humano escritor) es un místico que predica la gran liberación mediante la asunción de la nada del ahora eternamente girando sobre sí mismo (o sí otro). Pero no podemos olvidarnos de ese nivel del discurso en el que Nietzsche se burla de Kant por aplaudir la revolución francesa e interpretarla como prueba de la moralidad en el hombre; ese en el que desprecia todos los socialismos como idealismos; o en que se queja de que, con la democracia, se le haya hecho creer al pueblo que puede ir a la escuela y tener derechos; ese nivel en que el héroe que nos propone Nietzsche es Maquiavelo o Cesar Borgia… Hay que tener presente ese nivel, porque es el nivel en que tiene sentido una tesis historigráfica. Con el nivel esotérico, o místico, no tenemos nada que hacer. ¿Qué política podemos deducir de ahí? Pero Nietzsche habla de política, para denigrar el socialismo o la democracia, para admirar a Cesar Borgia… A los intérpretes de Nietzsche que no se sientan cómodos, habrá que decirles que, si él escribió estas cosas, por algo sería.

Desde luego, no se puede ser, por ejemplo, socialista, o demócrata, o algo así, si se acepta la tesis de Nietzsche. Si no existe el Ideal, si no hay un ámbito ideal de justicia que pueda y deba medir a “este mundo”, si solo hay lo que deviene, entonces todo, completamente todo, lo que deviene, es bueno, o, más bien, ni bueno ni malo. Cualquier juicio que se haga acerca de lo que sucede, será un juicio moral, ideal. Pero, quizás peor, tampoco se puede ser nietzscheano. Tampoco Nietzsche puede juzgar, como hace a menudo, la historia o el presente, ni proponernos un futuro mejor (el del ultra-hombre). Todo eso es cosa del momento exotérico, inconsistente (y no olvidemos que las argumentaciones de Nietzsche recurren fundamentalmente a la denuncia de inconsistencias en el otro). El amor fati implica la aceptación completa de lo que sucede, porque fatum es factum. Quien juzga y condena al mundo, idealiza, moraliza. Quien no quiere moralizar, debe callar. “De lo que no se puede juzgar, hay que callar” podríamos decir. Fuera de la moral, no hay nada.

La tesis de que toda moral moderna es secularización, pues, es solo solidaria de la tesis completamente irracionalista de que no hay moral posible, que nada puede ser juzgado. También es solidaria necesariamente de la tesis de que nada puede ser pensado, porque todo pensamiento es de lo universal o ideal. Ambas tesis son completamente inadmisibles: De hecho, “Dios ha muerto”ha muerto.

Hoy podemos y debemos considerar cosa del pasado ese estrés por el final de la moral, de Europa, de Occidente, de la Metafísica… Hoy seguimos con el viejo problema de cómo conjugar lo ideal y lo dado, lo universal y lo particular, lo uno y lo otro, la justicia y el interés. Hoy, todo ese estrés apocalíptico puede verse como una hipertrofia del voluntarismo y el irracionalismo filosófico, que ha acabado en el callejón sin salida del discurso de la muerte de todos los discursos. Entonces tenemos que volver a considerar la historia de Europa como algo vivo, algo no acabado, algo que no camina hacia lo totalmente otro. Hoy podemos seguir creyendo que hay alguna manera de juzgar a los hechos y a la historia, de acuerdo con valores ideales a los que este mundo debería responder, si no quiere ser feo e injusto.  

Nietzsche hizo mal (hay que hablar en pasado) al burlarse de Kant. Y Kant (y Fichte, y demás) hicieron bien (casi un gesto heroico) en aplaudir la Ilustración, como salida de la oscuridad de la sociedad paternalista, cuyo abuelo era la bestia rubia. Lo que no quiere decir, sino todo lo contrario, que la Ilustración sea la última palabra. Es lícito creer que deberíamos caminar (como el propio Nietzsche decía, en algunos momentos) hacia la emancipación de la voluntad, no solo de la del sujeto, sino del momento. Pero no llegamos allí sin pasar por el intermedio del reconocimiento de la universalidad racional y retrocediendo al mito o lanzándonos a la vacuidad intransigente.

¿Esto quiere decir que haya que bajar a Nietzsche del pedestal? No, si no le creemos algo así como un profeta, infalible y temible. Nietzsche es el grandísimo filósofo que más vivamente ha expresado el “negativo” de Parménides, el devenir. Es el místico del Devenir. Pero el Pensamiento es dialéctico, aunque también analógico.

sábado, 17 de noviembre de 2012

¿Dónde está Europa? ¿Hacia dónde camina, y hacia dónde debería caminar? I


¿En qué lugar de la Historia nos encontramos? Concretamente ¿en qué momento de su historia y de la Historia se encuentra Europa, o la civilización “europea-occidental” en su conjunto? ¿Puede decirse hacia dónde camina, pero, sobre todo (desde un punto de vista filosófico, ideológico, moral y político), hacia dónde debería caminar? Me gustaría pensar, con el lector, en esas preguntas. Empezaré en esta entrada intentando plantear de la manera menos confusa posible la cuestión.

Doy por supuesto (como todo el mundo hace implícitamente) que las civilizaciones, aunque tengan menos realidad y sean de bordes más indefinidos o borrosos que otros tipos de entes, existen; y, como en cualquier otro problema teórico, se puede comparar lo que ocurre efectivamente en el mundo, con los modelos ideales de lo que podría y/o debería (en los dos sentidos, teórico y moral de este término) ocurrir. Tal como describimos los fenómenos más o menos circulares, eléctricos, animales… de acuerdo al patrón ideal Círculo, Electrón, Animal… podemos describir los fenómenos históricos de acuerdo a patrones ideales de Civilización. Esto nos permite hablar de la civilización egipcia, la griega, la europea, como entidades relativamente independientes y dotadas de una estructura dinámica propia, aunque mucho más etéreas e (inter)permeables que otras entidades más “individuales” y “sustanciales”.

Concretamente, puede considerarse a las civilizaciones como (cuasi)entidades (cuasi)vivas, con un proceso, semejante al de otros organismos, que se puede describir como una curva que evoluciona en el tiempo desde una estructura primitiva (embrionaria), hacia una mayor integración, o síntesis de “materia” y orden (en otros términos, que crece hacia la complejidad organizada), y, después de su estado álgido (más o menos largo y suave) involuciona o decrece (aceleradamente al final) hacia la desintegración o “muerte”.

Más aún, las civilizaciones serían un tipo de cuasi-vivo inteligente, de forma que su dinámica puede entenderse como un proceso psíquico, cognitivo-volitivo, que pasa por fases como la “infancia”, la “adolescencia” o “juventud”, la madurez, etc. Las civilizaciones se comunican e interinfluyen, “aprenden” unas de otras y “descubren” por sí mismas cosmovisiones… Las civilizaciones toman decisiones históricas respecto al mundo y su relación con él, etc. Esto nos permite, además de reconocer y describir los fenómenos, en un paso ulterior (si sostenemos que ciertas propiedades morales van necesariamente unidas o sobrevienen a propiedades “objetivas” o no morales), juzgarlas moralmente o en la Historia moral, de modo que posamos hablar de civilizaciones mejores y peores, más o menos evolucionadas moral y políticamente (a quienes sientan debilidad por el relativismo, les remito a otros lugares donde he tratado esa cuestión).

Por supuesto, lo mismo que pasa en los otros vivos, el desarrollo efectivo “normal” de las civilizaciones (de acuerdo con el concepto o patrón ideal) puede verse distorsionado o truncado por factores ambientales, y una civilización puede estar “enferma”, morir “prematuramente”, o padecer, quizás, demencia senil. También puede “equivocarse” en su camino por la Historia.

La identificación de estos hechos se complica, es cierto, porque las civilizaciones y culturas (a diferencia, por ejemplo, de muchos de los organismos animales que consideramos habitualmente) son, como decía, muy multiformes: pueden ramificarse, injertarse unas en otras, renacer o “reencarnarse” (en otro grupo material humano, o quizás en uno de máquinas inteligentes), etc. El patrón general de Civilización debe ofrecer, sin embargo, una estructura ideal simple y coherente, respecto de la cual sea útil hacer la comparación de lo que nos encontramos en los fenómenos.

Supondré, sin detenerme a desarrollarlo en este momento, que el patrón o concepto ideal de civilización-cultura, como ser cuasi-vivo-inteligente, tiene una estructura dinámica, semejante a la de un vivo-inteligente convencional (un humano, por ejemplo), con las siguientes dos características principales:

-         Es un proceso que va desde una relación preeminentemente sensible-inmediata con el mundo, hacia una relación lo más cognitiva y reflexiva posible, pasando por fases intermedias de carácter imaginativo o “fantástico”.

-         Es un proceso que, paralelamente a lo anterior, va desde una actividad más heterónoma o pasiva (reacción del organismo al entorno, según sus necesidades) hacia una relación de la mayor autonomía o actividad posible sobre el entorno, pasando por fases más o menos heterónomas y autónomas (de autonomía más o menos formal, etc.)

Hay que tener en cuenta las siguientes puntualizaciones muy importantes:

-         La anterior caracterización, muy abstracta y simple, de la dinámica de una civilización, no implica que no estén presentes, en todas las fases del proceso, todas y cada una de las “facultades” psíquicas de un organismo inteligente (un bebé no carece de imaginación, ni de voluntad, ni de raciocinio). Significa, solo, que es una u otra facultad la que predomina en ese momento del desarrollo.

-         El momento álgido del proceso (la máxima cognición y autonomía) no equivale al momento temporalmente último de la vida de un organismo, sino que a ese momento álgido, más o menos sostenido durante un tiempo, le sigue una “caída”, por lo general muy lenta al principio y acelerándose muy rápidamente al final. (Aunque esto, a mi juicio, es más bien una constatación fáctica que una “necesidad” inherente al modelo ideal. Quizás la manera en que mueren la mayoría de los organismos tenga mucho de “accidental”. No discutiré esto ahora).

-         Muy importante: aunque contemplemos un modelo general de civilización, cada civilización es una y diferente de las demás, “individual”, con sus propios rasgos ideales (con su propia “esencia”) que puede también verse frustrada en su realización material. Es decir, hay una lógica interna a cada civilización, pero esto puede no llegar a materializarse, por razones contextuales o “accidentales” a la propia civilización individual (como un individuo puede morir joven, o puede llevar una vida más o menos “inauténtica”, de acuerdo con lo que cabía esperar de él).

Dando todo eso por supuesto y pasando a la aplicación material, hay que decir, a mi parecer, que Europa es una civilización, individual y distinta a otras que la rodean en el tiempo y en el espacio, si bien con mucha influencia de entrada y salida con las civilizaciones temporal y espacialmente entorno (quizás ninguna civilización tuvo tanta comunicación con otras, porque nunca la Tierra había sido tan pequeña). Aunque tiene genética griega, mediterráneo-oriental y otras, puede identificarse relativamente bien una civilización que se llamaría Europa. Considerémosla, sencillamente, de acuerdo al concepto más general de lo que sería una civilización, de acuerdo al patrón que he propuesto más arriba:

Puede decirse que Europa, al menos la entidad más concreta que llamamos Europa, “nace” (del embrión “germánico”) y tiene su fase infantil tras la caída de la civilización romana de la que, desde luego, hereda rasgos muy importantes, pero respecto de la cual es otra y comienza una nueva historia. Se pierde (o se medio-conserva en grupos casi irrelevantes para la vida social de la Europa primitiva) la mayoría del conocimiento filosófico-científico y de derechos políticos y libertad del Imperio romano, y Europa se “sume”…, o más bien, empieza a vivir su historia en la forma “infantil” de la alta (mal llamada) “Edad Media”, o Edad Primitiva Europea. Esa infancia de Europa es cantada por la épica tardo-medieval (como la infancia griega fue cantada por la épica pre-homérica y homérica): señores patriarcales, dueños de la tierra, que tienen bajo su paternal gobierno una familia, y bajo su real gobierno y a su servicio unos cuantos siervos. La moral es por entonces una moral “heroica” y paternal, fundamentalmente heterónoma y paternalista, de la fuerza y el honor, regida por la (infantil) imaginación (la superstición, el mito) y la necesidad. 

La adolescencia y juventud de Europa hay que situarla en el, también mal llamado, Renacimiento (aunque preludiada por la baja “Edad Media” y la escolástica). No “renace” nada: surge en Europa una etapa creativa, pletórica y colorista (una mezcla de imaginación sofisticada y racionalidad emergente), amante de la libertad subjetiva y la belleza, que se siente afín, sí, a lo que se descubre del “mundo antiguo” (solo de una parte de él: precisamente la que es interpretada como más análoga a la propia situación espiritual de la Europa adolescente) pero que es muy diferente en muchas cosas del arte clásico griego y pertenece a otra civilización y otro alma. 

Puede decirse que, entre los siglos XV (comienzo de la adolescencia) y el siglo XVIII, Europa es joven y crece, va a la universidad y tiene tensas relaciones con su padre interno, que aún sigue conservando la patria potestad y manteniéndolo. 

Hay que colocar en la Revolución Francesa, como vio Kant, la emancipación de Europa, su entrada en la edad adulta. El ciudadano europeo se hace autónomo, ciudadano, tiene derechos, basados en su reconocimiento como ser racional y libre (persona), y también es dueño de su propia manutención, mediante la técnica y la industria. 

Podría enriquecerse mucho más todo ese cuadro con otras analogías que quizás el lector quiera fantasear. Pero ¿cómo sigue la historia? ¿Qué ha pasado desde la Ilustración para acá? Y ¿qué cabe esperar que pase y, sobre todo, qué debería exigírsele a Europa que "pasase"? Algunos han dicho, repetidas veces, que hemos llegado al final (la “decadencia”) de Europa. Fácticamente eso bien puede ser, si resulta que Europa acaba desintegrándose como unidad cultural significativa (sus esquejes, no obstante, prosperan en otros “lugares”, de América y de casi cualquier otro continente). Pero la pregunta que me gustaría hacerme es si, independientemente de lo que ocurra de hecho, Europa está ideal o culturalmente agotada, es decir, si ya no puede ideológicamente dar más de sí, si ha alcanzado el mayor grado de reflexión y autonomía concebible para una civilización y, específicamente, para ella. ¿O bien está Europa, con posible vida “útil” por delante, en una encrucijada vital (siempre se está en eso, pero unas veces más que otras), en una especie de “crisis de los cuarenta”, donde la vida de uno puede cambiar, incluso drásticamente (algunos se divorcian, otros hasta se hacen budistas...)? Esto solo puede responderse "observando" la verdadera dinámica filosófica o ideológica de la civilización europea, no la dinámica fáctica (que puede sufrir accidentes) sino la ideal, la que le corresponde por su esencia.

Dejo este asunto (que es el que quería plantear con esta serie de notas) para la siguiente entrada. Si el lector tiene alguna tesis, hipótesis, crítica, refutación… al respecto (o al respecto de todo lo anterior), será bienvenida.

miércoles, 14 de noviembre de 2012

Justicia, Economía y Amor. La Ética del Otro


¿Quién puede entender la Justicia? Y, sin embargo, todos la entendemos, hasta a un nivel “cósmico”. ¡No es Justo, no hay Derecho!, sabemos (o “sabemos”) del Mundo. ¿Es o fue justo que el niño aquel (de un colegio bombardeado “por error” o colateralmente), con el vientre abierto mortalmente por la metralla, le dijese a su maestro, que lo sujetaba en sus brazos, “no quiero morirme”? ¿Es justo que en la Tierra mueran de hambre y sed miles de personas, la mayoría de ellos niños? Pero ¿por qué amontonar dolores y cadáveres: es justo siquiera el más pequeño de los sufrimientos? ¿Quién puede pensar que esto es justo o ni justo ni injusto, sin hipocresía o sin volverse loco? Cada vez que hacemos algo (ir para allá en lugar de para acá, o quedarnos “quietos” -algo, en verdad, imposible-) estamos juzgando al Mundo.

Pero, ¿qué es eso de que el Mundo no sea Justo?, ¿en qué consiste? ¿Quizás en esto: no es como debería ser? Habrá un deber, un deber-ser, un imperativo, en algún lugar, fuera del Mundo, midiendo al Mundo o queriendo medirlo o debiendo medirlo; y el Mundo injusto resultará no adecuarse a esa medida, no ser como es debido. Entonces ¿la cuestión de la Justicia es una cuestión de Deuda: algo se debe, y no se ha pagado?, ¿hay que (es debido) restituir a uno lo suyo, o un equivalente exacto? ¿Es una cuestión económica la Justicia, una cuestión, digamos, de economía de la economía? Eso parece.

¿Cómo tiene que ser la realidad de las cosas para que sea así, para que la Justicia sea justamente eso? Tendría que ser que también los seres, además de existir (“aquí” en el Mundo), tuviesen un ser ideal, como la ética, un cómo deben-ser (cada uno, uno, el suyo) que les hace acreedores de un cierto trato. Lo que no se ajusta a la medida sobre-mundana, no es correcto en el Mundo. La Justicia mundana debe observar el ideal, lo dado, y acercarlos, o, más bien, acercar lo segundo a lo primero. Esas son todas las cuentas, la economía de la realidad.

Si esto es así, Ética, Política y Economía son lo mismo. También la Religión, como problema de la Redención (¿qué sentido tiene el dolor?), sería lo mismo Y es en el ágora, mediante el Logos (la cuenta-y-razón) donde y con que se debe dirime la Justicia.

Muchos de los grandes discursos, casi todos, ejemplifican esa justicia-economía:

- La concepción eclesial, “católica” (universal), ortodoxa por definición (ortodoxamente ortodoxa): a cada uno se le dará lo que se le debe, según actuó o no como es debido: bien (dicha) al bueno y mal (daño) al malo. Dios, que es la medida del deber, hizo a todos los seres de la mejor manera posible, y el mal es solo un medio para un bien mayor: tiene que haber daño para que haya “libertad”; unos sufren para escarmiento de otros; unos vinieron antes a morir irredentos para justificar la salvación futura de otros… Pagan pecadores por justos. Esta es la Justicia de esta visión ortodoxa, e la Teodicea. Difícil de digerir, inmoral… “despreciable”.

- La concepción monacal-protestante (heterodoxamente ortodoxa, u ortodoxamente heterodoxa): uno no hace sus méritos, cualquier ser es incapaz de hacer sus méritos. Pero es justo y debido el sufrimiento del malvado porque así lo ha decidido, “libremente”, el único que es libre (y que no necesita defensa o justificación alguna). Una solución desesperada, enferma, más difícil de digerir todavía, más inmoral y absurda, aunque aparente ser más pura y sensible.

- El samsara y su karma: todo está sujeto a la ley de la economía, la de causa y efecto: nada queda sin pagar, aunque lo parezca: todo se restituye. Es una versión que difiere el problema, hacia la primera de todas las vidas. El cristianismo lo plantea más radicalmente, de una sola vez, en una sola vida.

- También Kant y cuanto depende de él (que es más de la mitad de lo bueno de los últimos siglos de filosofía moral) ve la Justicia como Deber. Es verdad que el Sujeto hace un sacrificio de cierto interés suyo, pero solo del interés fenoménico, en aras del verdadero interés de uno, el “interés de la Razón”, que es la Ley como lo Universal: debes respetar al otro en cuanto que es racional (no al otro en cuanto capaz de sufrir). Es una deuda de la razón universal para consigo misma, economía pura, cierre del círculo.

- Y, en fin, todas las éticas más vulgares.

¿Es esto la Justicia: deber de lo que se debe? Pero ¿qué hay, entonces, del Amor?, ¿no está acaso el Amor por encima de la Ley? ¿No es que la ley del Amor está por encima de la ley de la Ley o incluso del amor de la Ley? ¿Qué pasa con el amor al “prójimo”?, ¿tiene algo que ver con la Justicia, entendida al menos como economía y débito?, ¿es lo mismo que la (auténtica) Justicia? “Habéis oído que se dijo: amarás a tu prójimo..., pero yo os digo: amad a vuestros enemigos…” ¿No es esto el modo en que el amor-espíritu vence al legalismo de la letra? Entonces, estaría “justificado” distinguir bien al cristianismo auténtico de la Iglesia. Sin embargo (como recuerda magistralmente Derrida en Dar (la) muerte), otros pasajes evangélicos suscitan la sospecha entre los entregados a mirar en lo subconsciente, y dan o parecen dar para un desenmascaramiento de una economía más sutil: “Si amáis a quienes os aman ¿qué salario tendréis?...”, “porque Él ve en el secreto..., cuenta las lágrimas y no olvida nada”, “y tu padre, que ve en el secreto, te lo devolverá”. La economía celeste se reapropia la aneconomía del don o el amor. Un exceso de egoísmo o egolatría, de negación de la muerte, sería el que se esconde ahí…, como denunció Nietzsche.

En verdad, la Justicia comercial (más aún si se disfraza de caridad –pero no digo que ese sea el caso de las palabras del más “auténtico” Jesús-) es repulsiva. Lo repulsivo mismo. ¿Por qué? Sencillamente porque nadie, ni Dios, se merece nada. Imagina, por un momento, que eres Él, Dios mismo (esto es fácil de imaginar, desde el momento que eres capaz de imaginar que eres algo: simplemente tienes que multiplicarte por infinito, si es que no lo has hecho ya). Ahora ¿qué pensarías de ti? Eres la fuente de toda realidad. Eres todopoderoso, omnisciente, bondadoso sin límite… ¡Qué suerte tienes! (“¡Qué suerte tiene Dios de ser tan fuerte!” podría ser el primer verso de una denuncia cósmica). ¿Te lo has ganado? Quizás –dirá el abogado- te has “hecho a ti mismo”, como en el sueño americano… Pero, si te has podido hacer, no ha podido ser de la nada: ya tenías el poder de hacerte. Luego, el ser tú perfecto, superfuerte, es algo que tú no has hecho, ya lo eras antes. Y a tu imagen, los otros seres, menos fuertes que tú, que existen por tu acción y a tu imagen y semejanza. ¿Cómo podría Dios, ni nadie, juzgar y medir lo que es y lo que debería ser? ¿Quién puede, incluido Dios, creerse más que nadie?

Esto debería despertarnos a una ética completamente ajena a la economía; quizás podemos o tenemos que “pensar” que la Justicia, el Amor, el Don, la Ética… están “más allá” (o más acá, o en un lugar inexpresable “respecto de” lo expresable y medible) del Derecho, la Ley, el Mercado, la Política. El don, el “respeto” i-lógico e incuantificable al otro, la responsabilidad o respuesta, está regida por la aparente tautología pero en verdad la mayor heterología: todo otro es totalmente otro (tout outre es tout outre). Esto no tiene ni puede tener nombre, ni es cosa de la plaza pública. Por eso suscita temor y temblor. Todo esto es lo que Derrida nos propone en su pensamiento del don aneconómico. Si el platonismo quiere tener todavía una respuesta, es con esta ética de lo Otro con quien tiene que dialogar.

Claro que –podría decir alguien- ¿por qué no van a ser justas las cosas según ocurren?,  ¡por qué decimos o “sabemos” que el Mundo es injusto? ¿No será porque usamos conceptos universales, que aplicamos a más de un momento, intentando comparar (hacer lo mismo) lo incomparable (lo diferente)? Así, con el concepto de niño, o de hombre, creemos que el niño aquel tenía que (se le debía) vivir tanto como cualquier otro niño, tenía que conservar las tripas en (lo que llamamos) “su sitio”… Pero si no existen los conceptos, ni las identidades, si son solo un invento de la debilidad de la Voluntad, si el tiempo pasado es venganza, nada de eso es injusto… Así se nos abriría el amor fati, se nos daría bailar entre los cadáveres y las tripas abiertas… Pero ¿quién puede creer esto sin volverse literalmente loco?