domingo, 22 de abril de 2012

¿Qué es la libertad? I. Ética y metaética

El nombre del liberalismo va asociado a la palabra libertad. Esta palabra es bella y lo ha sido siempre. Desde la antigüedad, prácticamente nada es tan preciado como la autonomía, el ser dueño de uno mismo y de su propio destino (la filosofía era, según Aristóteles, la mejor de las ciencias, porque era la más libre). Cometen un grave error quienes, en nombre de la justicia o de algo similar, y contra el liberalismo, se sienten impelidos a atacar a la libertad (“libertad, ¿para qué?”). Sea lo que sea, la Libertad está en el centro de todo lo que tiene valor intrínseco: lo que es agente, y no paciente. Pero ¿qué es la Libertad? Me gustaría proponer mi concepto de libertad, diferente al que está implicado en la ética liberal e incluso en la ética aristotélica y tomista (católica).

Antes de discutir propiamente qué es la libertad, hay un asunto que tenemos que dejar a un lado: el de si la libertad existe o no. Las diversas formas del determinismo, por ejemplo, nos convencen de que la libertad es una ilusión. Puede tratarse de un determinismo natural (todos nuestros “actos”, en cuanto corpóreos, están, como no podría ser de otra manera, completamente sujetos a leyes físicas o naturales –químicas, biológicas, sociales…- y nada más); puede tratarse de un determinismo teológico (puesto que Dios es omnisciente, en sentido absoluto todo lo que vas a hacer está “escrito”)…; puede tratarse de un determinismo, menos aparente pero no menos determinista, psicológico (siempre hay algo que determina a la voluntad a elegir lo que elige).

Existen otras teorías, gnoseológicas o epistemológicas, que discuten de si el discurso ético es un discurso válido, en que se pueda inteligiblemente discrepar. Diversas tesis, como el relativismo, los no-cognitivismos, etc., niegan que la ética sea, salvo ilusoriamente, un ámbito de discusión racional.

Las teorías acerca de la existencia o no de la libertad, o acerca de si es posible tratar racionalmente la ética, no son teorías éticas, sino metaéticas o tras-éticas. Hay un sentido en que ciertas teorías supraéticas y metaéticas hacen posible la ética, y sentidos en que ninguna teoría hace imposible la ética. Pongamos una comparación. La cuestión de si existen los números, o si la matemática es una ciencia válida, no son cuestiones matemáticas, sino metafísicas y metateóricas (epistemológicas). Hay un sentido en que ciertas tesis metafísicas y epistemológicas hacen imposible la matemática (por ejemplo, el irracionalismo) y otro sentido en que no la hacen imposible, porque el matemático puede hacer abstracción de la cuestión metafísica y metateórica.

La cuestión ética es esta: ¿qué debería hacer? Esta cuestión presupone resueltos los asuntos ontológico (si existe la libertad, lo bueno, etc.) y metaético (si es posible discutir racionalmente de ética).

Incluso si uno es metaéticamente escéptico respecto de la existencia de la libertad, en el nivel ético no puede más que actuar como si la libertad existiese. Si es una ilusión, es una ilusión de la que no se puede salir cuando uno elige, de manera semejante a como un físico tiene que actuar como si el mundo de los fenómenos existiese. Si es una ilusión o no, es una cuestión metafísica. Ni los más deterministas de los filósofos, pueden ahorrase, cuando llegan a la moral, la cuestión de qué es mejor hacer o no.

Muy a menudo se tiende a cometer el paralogismo o, más bien, la metábasis, que consiste en confundir la cuestión ética con la cuestión metaética.
Fijémonos en el ejemplo de Hume. Su tesis de que la voluntad es y no puede dejar de ser la esclava de las pasiones es una tesis “psicológica”, o más bien, metafísica (de psicología filosófica, o de una filosofía psicologista), no una cuestión ética. Si la cuestión ética es “¿qué debería hacer?”, “¿qué elegir?”, etc., entonces no es que la respuesta “la voluntad hará siempre lo que dicten las pasiones” sea una respuesta falsa, es que es una respuesta sin sentido, perteneciente a otro género. Es como si a la pregunta ¿existe en pi una serie de setenta veces el siete? alguien contestase: los números no existen fuera de la mente. La tesis psicologista no tiene el carácter prescriptivo que es esencial a la pregunta ética.

¿Tiene Hume una teoría verdaderamente ética (además de una teoría metaética –equivocada-), es decir, tiene una respuesta a qué deberíamos escoger, qué es mejor que escojamos? Es muy posible que no (Rawls cree que no la tiene), puesto que su psicologismo se interpone continuamente, recordándole que ningún debe puede inferirse de ningún es. En cualquier caso, si su respuesta fuese alguna forma de sentimentalismo (“debes preferir aquello que vaya a satisfacer tus sentimientos”) esta tesis sería completamente diferente de la tesis metaética que afirma que ocurrirá así necesariamente. La tesis ética de Hume, de tenerla, supondría la existencia de la libertad, y el carácter prescriptivo de cualquier respuesta ética.

Por poner otro ejemplo, el determinismo ontológico de Spinoza dice que la libertad es una ilusión. Sin embargo, cuando Spinoza quiere enseñarnos a vivir, nos da recomendaciones (y se las da a sí mismo) acerca de qué deberíamos escoger y preferir. O sea, cuando baja al terreno de la ética, su determinismo ontológico queda en suspenso.

En la filosofía ética del siglo XX ha sido muy frecuente confundir la ética con la metaética. Desde luego, la metaética es, en términos filosóficos, previa a la ética: si tenemos que creer que es imposible elegir, o que el lenguaje ético no expresa ningún contenido veritativo, etc., parece una actitud irracional entregarse, después, a prescribir conductas y deseos.

En entradas próximas voy a preguntarme en qué consiste la libertad, partiendo del supuesto de que existe, es decir, dejando al margen la cuestión metaética y metafísica.

jueves, 19 de abril de 2012

Negocio y libertad: ¿precio justo o más por menos?

El arte del negocio, o “economía” (en sentido, quizás, restringido) es el arte, decía, de obtener y tener cosas que se desea, mediante libre acuerdo entre personas libres. Pero (dejando a un lado otras cosas discutibles en esa definición) esto se puede entender de, al menos, dos maneras muy diferentes, según como se interprete la noción de libertad involucrada en un negocio: ¿el arte o ciencia del negocio, o “economía”, es el arte o ciencia de conseguir el máximo beneficio al menor coste, o es, acaso, el arte o ciencia de encontrar el precio correcto? ¿O quizás no es ninguna de las dos cosas?


A) Si se entiende que la libertad consiste en que un sujeto, supuestamente racional (capaz de hablar, por ejemplo), asiente al trato que se le ofrece, presuntamente porque cree, según su mejor juicio actual, que es un negocio bueno y correcto (que es lo que quiere obtener y que es la “mejor” –más maximizadora- manera de obtenerlo), entonces el arte del negocio consiste en encontrar el precio correcto, adecuado, y “justo” (en sentido no directamente moral), es decir, aquel que los participantes en el negocio afirman aceptar.

B) Si se cree que la libertad no se reduce a lo anterior, sino que es necesario, para que se pueda hablar de una voluntad verdaderamente libre, que el individuo esté plenamente informado de todo lo que atañe al objeto de negocio, y que tenga educada la capacidad racional crítica (que quizás no viene plenamente actualizada de nacimiento, sino que necesita ser cultivada), entonces, el arte del negocio, tomado como algo independiente del estado actual de cada individuo involucrado para ejercer la capacidad crítica, es solo, como mucho, el arte de conseguir el máximo por el mínimo. Y, dado que se trata de sacarle el máximo por menos a un ser racional, se trata de engaño (e injusticia, en sentido moral).

En verdad, el arte del negocio, si se lo toma como algo en alguna medida independiente de la moral, no consiste en ninguna de las dos cosas, aunque menos en la primera que en la segunda. Como argumentaron Sócrates y Platón, el arte del negocio, tomado independientemente (de manera abstracta) no consigue ni el trato correcto ni, siquiera, el trato mejor o más conveniente.

No consigue el trato correcto o “justo” porque la concepción de libertad supuesto en A es el más pobre y vacío de los posibles. Y tampoco, a no ser que esté indisolublemente unido a valores éticos sustantivos, consigue el máximo beneficio con el menor coste para el negociante, porque eso presupone conocido qué es lo mejor y más conveniente.

En la entrada anterior intentaba señalar la insuficiencia del concepto de beneficio requerido por el arte de negociar. Ahora puede verse, creo, que la otra cara de esto es la insuficiencia de las concepciones de libertad que están involucradas en el concepto de negocio como algo independiente de la ética, e incluso en las versiones más éticas del liberalismo (por ejemplo, en las versiones kantiana y neo-aristotélica)

Ningún ámbito del discurso que pretenda tratar de beneficios y acuerdos correctos, puede evitarse la pregunta: ¿qué es, en verdad, lo bueno?, y ¿en qué consiste la verdadera libertad?

martes, 17 de abril de 2012

Trabajo e interés, II: el arte del negocio

La mejor manera de hacer algo es hacerlo como un fin en sí mismo; hacer algo por un interés extrínseco, por ejemplo, para negociar con ello, por más que sea el hecho más habitual en la actividad humana (la “alienación”), nunca puede ser mejor que hacerlo “desinteresadamente”, es decir, sin un interés ajeno a la propia cosa. Por tanto, como argumenta Platón en el libro primero de La República, el negocio o “economía” (en sentido restringido), es una actividad independiente de cualquier otra. ¿En qué consiste el negocio?, ¿qué es lo que “produce”, tal como el pastor produce ganado, el escritor produce libros o el futbolista produce futbol? ¿La actividad de hacer negocio es también independiente de cualquier interés extrínseco? ¿Se puede negociar con el negocio?

Negociar, podríamos decir (como una aproximación, quizás ulteriormente mejorable –o radicalmente desechable, el lector dirá-), es la labor o el arte de obtener mediante el trato libre con otras personas, y poseer con el consentimiento de otras personas, cosas que se quiere tener (es decir, que se obtienen por voluntad).

No se negocia con la naturaleza no-racional (salvo en sentido analógico), ni con personas sometidas (esclavos, por ejemplo). Tampoco es negocio cuando uno “obtiene” o “tiene” algo que no desea. El negocio es arte de obtener (y tener), pero no cualquier obtención o tenencia es negocio o economía, sino solo aquella que surge en el trato entre personas libres (efectivamente libres), es decir, en sociedad sujeta a derecho (al menos, natural).

Desde luego, puede sostenerse (como Kant y Hegel) que cualquier tenencia es, en último extremo, social, porque no hay ninguna actividad humana que esté de derecho exenta del reconocimiento de las demás personas, o del Derecho (aunque pueda estarlo contingentemente). De cualquier cosa que alguien posea, aunque la haya obtenido directamente de la naturaleza, o de sus más remotos antepasados, cabe la cuestión de cuán legítimamente la posee. Esto no incide en lo que quiero tratar.

¿Hay una manera mejor y peor de hacer eso, de negociar? La respuesta es, obviamente, . Hay quienes saben, literalmente, de negocios. Son quienes saben cómo obtener más al menor coste, o maximizar los beneficios. Esto requiere una discusión más detenida, que dejo para la próxima entrada.

La otra cuestión ahora es: ¿también esta actividad, la de los negocios, es independiente del interés que, de obtener o poseer algo, tenga el sujeto que la realiza? Es decir, ¿se puede hacer desinteresadamente la tarea del negocio, se puede negociar con el negocio? La respuesta es, también aquí, sí. Quien hace el negocio está intentado hacerlo lo mejor posible, independientemente de si el resultado de ese negocio es para él o para otro.
Uno podría (y es el caso más normal) estar haciendo negocio para otros. Incluso podría ser que quien está haciendo el negocio encuentre repulsivo obtener lo que se va a obtener con ello (estaría alienado, claro).
Quienes más “beneficios” obtienen y tienen no son, normalmente, los que más saben de negocios, igual que quienes más saben de salud no son los más sanos. Esto se debe a que, además de estar sujetos a diferentes contingencias (uno tiene la salud que tiene, en parte por razones naturales no sujetas a su voluntad, lo mismo que pasa con las fortunas o “golpes de fortuna”), tenemos intereses diferentes, y no todo el mundo tiene como principal interés, maximizar sus “beneficios” (¿hay alguien que tenga eso como principal interés?).

Así, pues, en la actividad de los negocios, como en cualquier otra actividad, lo hará mejor quien esté interesado en la propia actividad, y no en algo extrínseco a ella. Hará mejor los negocios quien los tome como un fin en sí, y no tenga puesto en ellos su interés personal.

Pero estos resultados son (o, al menos, suenan) paradójicos: ¿Cómo puede ser que la mayoría de la gente, si no toda, no esté interesada en maximizar sus beneficios? Y ¿cómo puede ser que la manera más deseable, ideal, de hacer negocios sea no pensando en los beneficios que uno va a obtener de esa labor, sino solo en hacerlos bien?

Esta paradoja delata, a mi juicio, que el concepto de beneficio y negocio ("economía") que manejamos, está equivocado: es intrínsecamente alienado, y alienante.

sábado, 14 de abril de 2012

¿Por qué ser filósofo (según Robert B. Brandom)?

No era inhabitual entre los antiguos que los filósofos hiciesen una alabanza de su propia forma de vida, de su dedicación a la reflexión filosófica, hasta considerarla la única manera de estar humanamente despierto (Sócrates, Platón) o la más libre de las maneras de vivir (Aristóteles, pero también, a su modo, Epicuro, y muchos otros). Entre los modernos, la desconfianza hacia la propia filosofía y la idea de que no hay unas maneras de vivir mejores que otras, han llevado a algunos filósofos a, más bien, pedir disculpas por su inútil y absurda enfermedad, e incluso a renegar de su propio título.

Hoy, con el renacimiento de (o recaída en, dirán otros) la filosofía sustantiva, y con la vuelta, en la ética, a posiciones claramente realistas, antirrelativistas y antisubjetivistas, vuelve a ser sensato preguntarse cómo deberíamos vivir, y, más en concreto, qué papel debería jugar la reflexión, la reflexión filosófica, en nuestras vidas.

El filósofo americano Robert B. Brandom, en el capítulo 5 de su libro Reason in philosophy. Animating ideas (y en el seno de su proyecto de un “racionalismo” analítico “hegeliano”), hace una defensa de la vita philosophica, recuperando la estrategia de Platón (y de otros después, como Aristóteles -o mi amigo Víctor Bermúdez-) de compararla con otras dos opciones vitales: una vida de placeres, y una vida dedicada a la política.
Pero Brandom no solo pretende recuperar esa estrategia, sino también todo lo esencial del sistema de ideas de la ética antigua, empezando por la esencial idea de que, cuál sea una manera buena o menos buena de vivir, es algo que depende de nuestra naturaleza, es decir, de qué somos y “qué nos conviene, por tanto, hacer y padecer”, como decía Sócrates. En los cuatro capítulos precedentes del libro (y en otras de sus obras), Brandom ha sostenido reiteradamente que la racionalidad es algo intrínsecamente normativo, así que la famosa, influyente y temible advertencia de Hume de que no podemos pasar, lógicamente, de un “es” a un “debe” (de un cómo-son-las-cosas a cómo-deben-ser), debe ser superada: toda actividad humana está ya en el terreno del debe ser, y toda explicación reductivamente psicologista (como la de Hume, o la del empirismo en general) es incapaz de explicar la actividad de dar y pedir razones que nos caracteriza.

Somos, pues, “metafísicamente”, criaturas conscientes, sentientes y pensantes. Solo un ser consciente puede, en verdad, pensar acerca de qué tipo de vida le conviene o debería llevar. ¿Cómo afecta este hecho, o sea, nuestro carácter intrínsecamente normativo, a la cuestión de los modos de vida mejores y peores?, se pregunta Brandom. ¿Es mejor, y en qué medida, una vida dedicada a la búsqueda de sentimientos positivos (al placer), o bien una vida entregada a la acción política, o bien una dedicada a la reflexión o “especulación”?

Los partidarios del placer pueden razonar así: somos seres dotados de sentimientos (que podemos denominar, en general, placer y dolor); los sentimientos, placer y dolor, tienen un carácter normativo, que identifica al uno como bueno y al otro como malo: un ser que sufre siente que debería no estar en ese estado; así pues, una vida de placer es buena.
Esta argumentación tiene mucho de correcta. Sin embargo, la tesis de la voluptuosidad ignora, dice Brandom, que somos algo más que seres que sienten: somos también seres pensantes. Y esto no es algo meramente sobreañadido, sino que la capacidad de pensar modifica sustancialmente la de sentir, transformando la mera sensación en percepción (es decir, envuelta en la actividad conceptual y, por tanto, inferencial). Toda nuestra actividad es actividad pensante, y nuestros placeres son intrínsecamente intelectuales (“el principal órgano sexual es el cerebro”). Entre los placeres, claro, los hay más o menos intelectuales. Ya se podría aquí (como hiciera Platón, recuerda Brandom) extraer un argumento puramente empírico a favor de la superioridad de los placeres intelectuales sobre los meramente fisiológicos del hecho de que, quienes conocen ambos, prefieren los primeros. Pero la argumentación que quiere presentar Brandom pretende incidir en algo más esencial. La pregunta es: ¿cómo determina nuestro carácter de criaturas intrínsecamente normativas, el lugar que debe ocupar en nuestros actos (la normatividad propia de) los sentimientos (del placer y el dolor)? Comparemos, propone Brandom, tres respuestas, la humeana, la kantiana y la hegeliana.

La tesis de Hume es que la normatividad propia de la razón es meramente instrumental. Lo bueno en sí, es lo que uno desea. Esto es un hecho psicológico, y bruto. Los conceptos pueden describir cuándo son satisfechos o frustrados nuestros deseos, pero no determinar qué deseos deberíamos tener. En el caso paradigmático de razonamiento práctico, los deseos, y las creencias acerca de cómo son las cosas, constituirían, según el esquema humeano, las premisas: “quiero estar seco, y creo que abriendo mi paraguas estaré seco”, luego “debería abrir mi paraguas”. La inteligencia es un instrumento para encontrar lo que uno desea, y el deseo libre es entendido como ausencia de constreñimiento físico o causal. La más sofisticada versión de esta filosofía es la teoría de la elección racional (para el caso de un individuo) y la teoría de juegos (para varios), dominante en muchos ámbitos intelectuales recientes (no solo en la economía, que es su casa natural).

Pero esta versión del asunto, cree Brandom, no recoge, ni mucho menos, todo lo que significa que seamos seres sapientes, es decir, capaces de dar y recibir razones. Necesitamos ir más allá de Hume, hasta Kant, para entender esto de una manera más correcta. Las criaturas racionales somos cognoscentes y agentes. Lo distintivo de tales seres es, como vio bien Kant, dar razones y responsabilizarse de ellas. Esto quiere decir que los seres sapientes son intrínsecamente normativos, en toda su actividad. Uno necesita razones para actuar como actúa. Ser sensibles a razones es, justo, lo que nos hace libres, es decir capaces de ligarnos a normas y responsabilizarnos de nuestros actos. La libertad no es, como para el psicologismo humeano (o para cualquier naturalismo reduccionista), ausencia de constreñimiento causal, sino autosujeción a razones. Aunque los irracionalistas y antiintelectualistas (por ejemplo, Nietzsche, o Foucault) han sostenido que el uso de razones no es más que una de las formas de ejercer la voluntad de poder, esto tiene que estar equivocado, porque falla como explicación de lo que es una criatura racional. Si Kant tiene razón (como cree Brandom que la tiene), dar y pedir razones no es una estrategia entre otras: es constitutivo de lo que es ser un ser humano.

Pero aún tenemos que avanzar un poco más allá de Kant, cree Brandom. Hegel modifica la gran idea kantiana, añadiendo tres elementos importantísimos:
-que la normatividad es algo de carácter social, consistente en lo que Hegel llama el Reconocimiento (Anerkennung, recognition), es decir, en la inter-atribución, entre individuos iguales, de la capacidad de dar y recibir razones;
-Que la expresión material de ese ámbito normativo global (que Hegel llama Geist, Espíritu) es el Lenguaje; y
-que los seres sapientes, como seres normativos que son, están en un proceso de progresiva auto-consciencia, es decir, de progresivo aumento de la coherencia y completitud de sus pensamientos.

Hasta aquí la imprescindible aportación del gran idealismo alemán, según Brandom.

¿Cómo afecta esto a nuestra cuestión inicial, sobre el valor de la vida de filósofo? Es evidente que, puestos en este nivel metafísico-ético, la actividad política y la actividad reflexiva tienen mucha importancia. ¿Qué razones podría tener uno para dedicarse a la reflexión (en la forma, por ejemplo, de la reflexión filosófica), más bien que a la actividad política? La respuesta, muy platónica (y aristotélica, y clásica en general), de Brandom, es que la política está coja si no cuenta con una base reflexiva acerca de lo que es una buena vida. Puesto que la actividad política, argumenta, tiene como objeto garantizar y promover una vida libre y buena (y, una vez que aceptamos las tesis kantianas y hegelianas acerca del carácter normativo del ser humano, ambas cosas, libertad y bondad, son inseparables), es necesario tener una idea (metafísica) de qué es una vida buena. La mejor versión es la hegeliana: una vida buena para un ser racional es una vida de progresiva auto-consciencia, es decir, de progresiva coherencia entre todos sus pensamientos y en las implicaciones inferenciales que estos comportan.

La peor versión de la política es, desde luego, la que se deduce de la tesis de la voluptuosidad. Una política que se basase en la búsqueda del placer (para la mayoría o para todos), sería una política pobre, porque confundiría un medio (la capacidad sensible) con el fin de la criatura humana. Además, puesto que la actividad política no es, ella misma, mera vida de placer, sino algo ya más exigente racionalmente, el político que buscase solo el placer de los ciudadanos aparecería como un adulto entre niños.

La política más sustantiva es la que garantiza y promueve la verdadera libertad de los ciudadanos, y la verdadera libertad, o autonomía, es la libertad entendida kantiana o, mejor, hegelianamente, como capacidad de compromiso normativo en el seno de una sociedad de ciudadanos igualmente libres.
Desde un punto de vista hegeliano, los filósofos, como dedicados que están al análisis de la razón, tienen un lugar privilegiado para la generación de auto-consciencia, lo que los hace importantes, imprescindibles, también para la política, pero buenos ya por sí. Los filósofos no tienen por objeto ni entender ni cambiar a los humanos, sino cambiar la manera de entenderlos (aunque no son los únicos en esto).

Creo que Robert Brandom desarrolla una interesante versión “racionalista hegeliana” en el ámbito de la filosofía analítica de inspiración más pragmatista (moderadamente pragmatista), con implicaciones ético-políticas deontologistas y “republicanas”. Creo que acierta básicamente al entroncar una visión así con Kant e incluso con Hegel (aunque me parece que tiende a desinflar metafísicamente a ambos), y que demuestra una gran habilidad para acercar con naturalidad a su sardina el ascua de la mejor ética antigua (como vienen haciendo, por lo demás, cada vez más filósofos contemporáneos).
Aunque el “racionalismo” deontológico de Brandom es relativamente novedoso en el ámbito de la filosofía analítica (donde quizás escandalice todavía a algunos declararse hegeliano), no creo que aporte nada sustancialmente nuevo a pensamientos como el de Karl Otto Apel o incluso Habermas. Tiene los problemas que tiene todo pensamiento deontológico (tanto en lo teórico como en lo práctico): ¿qué tipo de estatus ontológico tiene lo normativo? No se elimina la ontología simplemente ignorándola. Pero esta es una cuestión para otro momento. Por hoy me quedo con que, de acuerdo con la argumentación de Brandom, un filósofo no tiene que pedir disculpas por no dedicarse a algo (positivistamente) positivo.

martes, 3 de abril de 2012

Trabajo e interés

¿Qué relación hay entre hacer algo y estar interesado en comerciar con ello u obtener algún otro beneficio extrínseco a ese algo? ¿Qué relación hay entre cuidar ovejas y desear explotarlas, jugar al futbol y querer ganarse la vida como futbolista, ser cuentista y vivir del cuento…?

Según una contundente argumentación de Platón en el libro primero de La República, el arte de negociar con algo es completamente independiente de ese algo, y no ayuda nada pero puede claramente perjudicar para hacer bien ese algo. Un pastor, contra lo que cree Trasímaco, es quien cuida bien al ganado, no quien lo explota; un médico se ocupa, en cuanto médico, de la salud, no se preocupa, en cuanto médico, del dinero u otros intereses, y un político es quien trabaja por una sociedad justa, no quien tiene o busca el poder por cualquier otro interés.

Comparemos cómo haría su trabajo una persona que se dedica a algo porque le gusta (es, para ella, un fin en sí) y una persona que se dedica a algo porque, en alguna medida, tiene interés en negociar con ello. ¿En dónde estaría la diferencia? ¿Hace, en algún sentido, mejor las cosas quien está interesado en comerciar con ellas, o las hace peor o simplemente igual? ¿Cómo puede influir el interés lucrativo o comercial (o cualquier otro interés ajeno a la propia cosa de que se trate) en el trabajo?

Podría tener, se dirá, un efecto positivo estimulante: no me dedicaría a esto, pero otro interés me lo exige como medio.
Por supuesto, este estímulo nunca puede ser mayor (y es prácticamente necesario que sea siempre menor) que el estímulo procedente del interés por la propia cosa. Nunca una persona jugará mejor al futbol porque quiere vivir de ello que si juega porque el futbol es su pasión; nunca nadie escribirá mejor porque quiere ganarse la vida con ello; nunca un cuidador de animales será mejor porque lo haga por un interés distinto al propio cuidado de animales. El estímulo comercial o extrínseco al trabajo, solo puede servir para quienes no tienen interés directo en el trabajo de que se trate, y nunca puede ser mejor que el motivo procedente del interés por la propia cosa.

¿Cuándo podría ser peor el estímulo del interés extrínseco? Siempre que un motivo extrínseco (comercial, por ejemplo) se mezcle en la tarea, y no sea directamente beneficioso según la naturaleza misma de esa tarea. Si, por ejemplo, un pastor quiere que sus ovejas produzcan más leche, y les suministra sustancias químicas que producen ese efecto pero causan efectos negativos en las ovejas, será quizás mejor negociante, pero peor pastor, propiamente hablando. Si un futbolista mezcla especulaciones interesadas, extrañas al propio futbol (simula penaltis, por ejemplo), quizás ganará más dinero como futbolista, pero hará peor el futbol. Si un escritor especula con qué va a comprarle la gente, será peor escritor.

Pero ¿necesariamente el interés extrínseco llevará a hacer peor una tarea? No: quizás un cálculo sutil nos lleve a la conclusión (como se dice que lleva a los grandes empresarios y a los pequeños “autónomos”) de que lo más rentable, a largo plazo, es hacer las cosas bien. Seguramente es así, aunque exige un cálculo muy fino y a un plazo muy largo. Pero ese cálculo nos llevaría, en el mejor de los casos, a hacer las cosas exactamente como las haría quien ya las hace bien por sí mismas, no más lejos. Por tanto, en el mejor de los casos, un individuo con intereses extrínsecos a su tarea pero que sea sumamente astuto, hará igual de bien esa tarea que quien la hace porque le gusta, es decir, la que tiene esa tarea como fin en sí misma.

Por supuesto, para que esta igualdad se logre, es preciso que el primero (quien tiene intereses extrínsecos a la tarea) no se acuerde en ningún modo del interés extrínseco, mientras se dedica a la tarea, porque, incluso si ese recuerdo no tuviese ninguna influencia directa en su trabajo, al menos le restaría un tiempo de manera inútil.

Por tanto, la mejor forma de hacer algo es hacerlo bajo la consideración de que es un fin en sí, y siempre podremos confiar en que las cosas que se hacen como fines estarán mejor hechas, y debemos desconfiar de que las que han sido hechas bajo interés extrínseco (por ejemplo, comercial o lucrativo), estén tan bien hechas y los intereses extraños a la cosa misma no se hayan mezclado en la tarea y contaminado su resultado.

Pero, se dirá, el problema es que las personas no pueden dedicarse a aquello que consideran como bello, valioso o interesante en sí mismo, y se ven obligadas a dedicarse a algo que no les gusta.
Esto es verdad: es el hecho de la alienación, que afecta a toda tarea humana. Pero deberíamos considerarlo como una tragedia.

¿Es eso lo que hacemos? ¿Nos tomamos la alienación como el principal problema a combatir, por ejemplo, mediante la educación? ¿O, más bien, recurrimos demasiado rápidamente a la justificación mediante intereses extrínsecos? ¿Hacemos pedagogía para convencer a las personas de que se entreguen a las cosas que hacen como fines, porque así las harán mejor en todos los sentidos?

Esto nos lleva a otro asunto: ¿en qué consiste hacer bien la tarea de vivir? Si es necesario saber en qué consiste cuidar animales, para hacerlo bien, más necesario es pensar en qué consiste vivir, para hacerlo bien.